El público, según accede a sus sillas plegables de madera, distribuidas en círculo en la Dick Turm (Torre gruesa), se integra inmediatamente en una suerte de nebulosa de plástico transparente y amarillo gracias a los ponchos de emergencia plegados en pequeños sobres que la organización vende a un euro la pieza. Como cada día, la lluvia amenaza sobre la llamada capital intelectual de Alemania, Heidelberg, aunque hoy apenas si ha hecho acto de presencia durante unos pocos minutos.«No es una broma. El otro día, esta misma pieza se suspendió por el agua», comenta un vecino de la primera fila, quien, además de comprar una informe pieza impermeable, ha traído de casa su paraguas negro de tamaño familiar. Pero, en esta ocasión, con apenas 10 minutos de retraso, por los que el presentador pedirá hasta cuatro veces disculpas, el recital de lied o canciones folclóricas alemanas acude finalmente a su cita con las ruinas más famosas de la ciudad, en el tradicional Schlossfestpiele (el festival del castillo), dedicado al Romanticismo.
Las canciones recopiladas en 1806 por Clemens Brentano y Achim von Arnim bajo el título de El muchacho del cuerno mágico, que ya inspiraron obras de Mendelssohn, Schumann, Brahms y Mahler, son desgranadas durante más de hora y media en un refinado hoch deutsch (alemán culto) por intérpretes del Teatro de Heidelberg, junto a un puñado de músicos de la Orquesta Filarmónica de la ciudad. Todo ello en una versión de Heiner Kondschok.
Por la Torre Gruesa y el patio central del castillo han pasado, y se seguirán representando durante el verano, óperas como El barbero de Sevilla, de Gioacchino Rossini; operetas como El príncipe estudiante, de Sigmund Romberg; u obras de teatro como El día más salvaje, de Peter Turrini. La danza estará representada por El dudoso deseo de ternura, basada en la Divina comedia, de Dante, pieza que se recitará íntegramente durante el verano en seis actuaciones de la actriz alemana Verena Buss. Sin embargo, los más de 300 escalones de empinado ascenso desde la Marktplatz, en el corazón de la Altstadt (ciudad vieja), ya habrían merecido la pena sólo para admirar el imponente castillo y sus jardines, por los que pasearon el poeta Goethe y el filósofo Hegel, durante su paso por la Universidad local, la más antigua del país (1386).
Desde sus terrazas, se observa cómo el navegable río Neckar corre a encontrarse a pocos kilómetros con su hermano mayor, el Rin, conformando un fértil triángulo seleccionado por el Gobierno federal como una de las tres biorregiones más importantes del país, dentro del estado de Baden-Wurtemberg.
Lo primero que llama la atención desde lo alto es la perfecta disposición de la ciudad y su unidad arquitectónica barroca, debido a que se reconstruyó casi por completo y, al mismo tiempo, tras ser dinamitado por las tropas francesas durante la llamada Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Para los amigos de las anécdotas, reseñar que, durante el conflicto mundial de 1939-1945, no cayó ni una sola bomba aliada sobre su suelo, lo que la convierte en una de las pocas ciudades auténticas de Alemania.
El destruido castillo, en cambio, con su piedra roja oscura, que cambia de color según la luz y la hora del día, permanece prácticamente como lo dejaron los soldados de Luis XIV en 1693. Estos días, en los que apenas hay ninguno de los 30.000 estudiantes que suelen animar durante el año las calles de esta histórica ciudad, su lugar ha sido ocupado por los turistas, mayoritariamente japoneses, que saturan tanto la peatonal Hauptstrasse, la calle más larga (1.600 metros) del corazón comercial del casco viejo, como una de las citas ineludibles dentro del castillo, el tonel más grande del mundo, con una capacidad de 220.000 litros y una escalera que lo rodea completamente y que hace las delicias de los visitantes nipones.
Horas antes del concierto de lied, parece asomar el rastro de otro visitante histórico, el británico Patrick Leigh Fermor, autor de ese delicioso libro de viajes titulado El tiempo de los regalos (1977). En 1933, el mismo año en que la catarsis colectiva del pueblo alemán llegaba a su culminación y los votantes aupaban al poder a Adolf Hitler, el joven Leigh Fermor, con apenas 18 años, iniciaba su viaje a pie desde el puerto de Rotterdam hasta Constantinopla (la actual Estambul).
La sensación se torna en alivio cuando, entre las numerosas cervecerías centenarias que surcan la Hauptstrasse a la altura del castillo, aparece Zum roten Ochsen (el buey rojo). Uno puede se sienta, casi con devoción, en sus mesas tapizadas de minúsculas inscripciones de personajes que dejaron de existir hace ya muchos veranos.
En las paredes, igual que hace 74 años, fotografías desvaídas en sepia de estudiantes de siglos anteriores, vestidos de rigurosa levita y luciendo perillas antediluvianas, así como imágenes del último kaiser junto a su familia, en actos públicos o pasando revista a las tropas. Por no olvidar, igualmente, una apabullante colección de cuernos de todos los tamaños y especies.
Los estudiantes ya apenas hacen su aparición por esta agradable taberna administrada desde hace seis generaciones -según confirma un cartel en el exterior- por la familia Spengel. Hoy los turistas abarrotan sus mesas en una incomprensible mezcolanza de idiomas y uno de los jóvenes Spengel, a cargo de la caja y las bebidas, apenas tiene tiempo de indicar dónde se encuentra el sable de duelo estudiantil que, un diciembre de 1933, uno de sus antepasados, Fritz -quien moriría en combate en Noruega en 1939-, entonces con menos años que él, permitió descolgar a Leigh Fermor.
Por supuesto que, este verano, el antiguo arma envuelta en una fina capa de grasa añeja no recibirá la venia de salir de sus sujeciones de la pared. Pese a ello, en la siguiente sala, donde un piano de pared interpreta desde canciones de los Beatles hasta, ¡sorpresa!, Los pajaritos, buscamos las célebres protecciones que portaban los estudiantes en sus lances de honor, y que, lejos de provocar la muerte, dejaban como recuerdo profundos arañazos que eran inmediatamente cubiertos de sal y quedaron como cicatrices en muchas generaciones de abogados, lingüistas y jueces.
Para observar hoy algo de aquel mundo estudiantil, cabe recorrer la calle Plock, paralela a la Hauptstrasse y que desemboca en los aledaños de la Plaza de la Universidad. Allí, entre decenas de fotocopiadoras, cibercafés, cafés sin turistas, lavanderías y tiendas de pintura de spray para graffiteros, sorprende la gran abundancia de librerías de segunda mano, en las que se puede adquirir una edición de cuero de El Emilio de Rousseau, de principios del siglo XX, por el irrisorio precio de tres euros.
Odiseo.