Saturday, August 25, 2007

Der Flughafen


Nada más cruzarnos la mirada, vuestro pobre héroe de tres al cuarto supo enseguida que aquél muchachote de pelo rubio muy corto, uno noventa sobrado y vistosa canana al cinto con una pistola, digo yo que reglamentaria al igual que el uniforme verde infame, me iba a parar. Mis cansados ojos verdes exageradamente aclarados por la playa y los suyos azules y gélidos, cada uno en su papel, se encontraron a eso de las 15.50 en el aeropuerto de Schönnefeld, cuando por fin la jodida maleta roja se había decidido a salir por la cinta tras esperarla más de cuarenta minutos. Tal vez se encontró a otra maleta conocida en anterior viaje y tomaron unas cervezas para celebrarlo. Tal vez. No tenía el día vuestro marinero de aguas dulces y turbulentas, tras varias horas de vuelo y sometido contra la pared a una agotadora conversación. Para colmo de males, el fondo de maleta con las mínimas garantías de limpieza casaba a duras penas y el aspecto general era, todo hay que decirlo, de inmigrante de la Anatolia profunda con ganas de colarse en el país del curry-wurst, y cierto toque desarrapado de postre. El pelo largo, la barba y la piel renegrida de diez días tendida al Atlántico eran simplemente un extra del despropósito. Así que, con el “Bitte” por delante, me pidió mi “pasaporte o Ausweis”, carné de identidad alemán. Vaya, así que además de un desgraciado sin papeles con ganas de matarme a trabajar como una bestia en el mercado negro también cabía la posibilidad de que fuera un “malo” de “dentro” con “cosas malas” en el invento rojo. Lo de terrorista islámico lo obvio por lógico. Bien, en esto que Odiseo le entrega el pasaporte y comienza el ritual al pasar las páginas con su mirada de cielo de primavera. Los ojos se agrandan involuntariamente, los dichosos visados de países muy “malotes” y con bastante tarao suelto impresionan. “Estos países…” comienza a soltar cuando de repente mi musa y castigo en versión 1.80 teutona del sur, que se había adelantado, cae en la cuenta que el itaqueño quedó atrás, retrocede y pregunta: “Was ist denn los mit dir?”. No ha visto al policía, y éste le pregunta si éste sujeto renegrido de 1.80 y pasaporte de Mallorca y el impactante espárrago rubio XXL de la Baviera alta, que acaba de entrar en escena, viajan juntos. Sí, contesté, y desée añadir el que le come las magdalenas, pero no lo vi prudente. El caso es que el polizonte con aspecto de “marine” comienza a tener su primera duda en la historia que se había montado y como buen germano que ha visto desaparecer de la pantalla de su cerebro su número de orientación vitál, rebobina. “Estos países…” arranca de nuevo, o lo intenta. Porque raudo y veloz, con la papela en la boca, el ex inmigrante y ex terrorista chií comienza a identificarse con el gastado repertorio de rigor. Ni si quiera puede terminar su ensayada frase cuando el muchachote le devuelve el sobado cuadernito donde se lee aquello tan chusco de “Reino de…” Ítaca. Y le mete prisa para que se vaya, nada menos. Y yo que ya le iba a contar que además de eso, era hijo de “Gastarbeiter”, palabro contumaz que significa “trabajador invitado” y designa a los inmigrantes con derechos. Para darle un puntillo interesante al control. Si es que…

Odiseo.

Saturday, August 04, 2007

Rotterdam


El lugar es la antítesis de la imagen estereotipada de un coffee shop. Ni mesas, ni sillas y mucho menos café. La asepsia es el tono dominante en De Lachendes Paus, cada uno sabe a lo que va y eso requiere poco tiempo. En un ancho pasillo, a la derecha, encerrados en vitrinas todo tipo de enseres y juguetes relacionados con el mundo del cannabis y, a la izquierda, lo mismo para el universo del sexo.
Al fondo, tras un excesivo cristal blindado, un jovencísimo Robbie, «como Robbie Williams», asegura con voz metálica a través de un megáfono. Y sí, de repente se comprende el corte de pelo al dos con gomina y el aro en la oreja, hasta tiene un objetable y lejano aire similar al cantante, con 20 años menos.
Robbie comanda hoy De Lachende Paus, uno de los inconfundibles coffee shops de Rotterdam, la arquitectónica Manhattan de Europa. Y muchos de ellos en la Nieuwe Binnenweg, quizás uno de los pocos barrios del centro de la ciudad cuyas casas nos recuerdan que estamos en Holanda, a 60 kilómetros de Amsterdam. La última parada antes de desembocar en el mar para el río Rin, que al entrar en este país se desdobla en el Waal y el Lek y forma un delta común con el Mosa, o Maas para los locales. Una ciudad, cuentan las crónicas, prácticamente destruida por los alemanes en la II Guerra Mundial.«Van a por nosotros, eso parece», cuenta el encargado de la aséptica tienda tras prometer que no habrá molestias para los posibles clientes. «Desde la llegada del nuevo Gobierno las cosas se ponen cada vez más difíciles, aunque ya empezaba a haber problemas antes», añade mientras ordena decenas de sobres de plástico.
Robbie se refiere a la formación este año de un Ejecutivo de coalición entre el Partido Democristiano (CDA), la Unión Cristiana (CU) y el Partido de los Trabajadores, de centro izquierda, y a una polémica ley que ha obligado a muchos coffee shops a cerrar al encontrarse en un radio de 250 metros de colegios.«Imagina que lo ampliaran a los bares», vuelve a hablar la voz de robot mientras pesa el material y lo encierra en los sobres con una tarjeta del lugar y un bloc del tamaño del papel de liar cigarrillos.
Casi ninguna tienda de este ramo en Rotterdam sirve alcohol, son licencias diferentes y resulta demasiado caro. En la tarjeta de De Lachendes Paus, sobre el nombre del lugar, un sonriente dibujo de un sumo pontífice, con cruz al cuello y de cuya cabeza salen rayos de sol. En el hueco de la letra «P», otra cruz.
De repente, un cliente. Todo es rápido. Éste consulta en un enorme panel con muestras y etiquetas según contenido y peso y suelta el pedido en un cantarín e impenetrable holandés junto a tres billetes de cinco euros. En cualquier otro país europeo se estaría cometiendo un delito. No en Holanda, donde la venta exclusivamente en estas tiendas de hasta cinco gramos de cannabis por consumidor, ya sea en forma de marihuana o en su variante resinosa, el hachís, es totalmente legal.
En la misma acera, pero más de un centenar de números más allá, entre numerosas joyerías que anuncian los diamantes entre su género, sin duda se halla el arquetipo de coffee shop, el Nemo, junto a uno de los canales. Ya a pocos metros antes de entrar se puede percibir el inconfundible aroma.
Y sí, en el Nemo hay sillas, mesas, café e incluso zumo de naranja fresco, amén de clientes, charla sosegada, ojos entrecerrados y una forma de vender el producto algo menos exagerada. Ante un grueso cenicero metálico reluciente, un oriundo con rastas en el pelo y que prefiere no decir nombres asegura comprender «en parte» al Gobierno de Jan Peter Balkenende al tiempo que mezcla una generosa ración de marihuana con tabaco rubio en su mano derecha.«La presión de sus amigos de la Unión Europea (UE) es cada vez más fuerte, y tienen que hacer algún gesto sin llegar a joder el mito holandés de los coffee shop, que no deja de ser una atracción turística internacional junto al queso y los zuecos, supongo», afirma al tiempo que compone su porro con la tranquilidad de un maestro.
Los Gobiernos locales de Holanda pueden tomar sus propias normas respecto a estas tiendas, y ya en los últimos años este negocio que mueve hasta un billón de euros al año y que cuenta en la actualidad con más de 700 locales en todo el país, aunque ha llegado a tener 1.500, ha sufrido pequeñas persecuciones.
Sobre todo en las poblaciones fronterizas con Alemania y Francia, donde cada fin de semana miles de jóvenes acuden a llenar las provisiones, siempre que a la vuelta la policía, cualquiera de ellas, no se las requise en un control. Así, el conservador alcalde de Maastricht, Gerd Leers, anunció que prohibiría la entrada a los establecimientos de los no residentes en su ciudad, y los amigos del cannabis le acusan en internet de clausurar las tiendas como mínimo durante tres meses ante la más mínima irregularidad.
No será hasta unos minutos después de dejar la calle Nieuwe Binnenweg y los Desirée, Pluto, Sky High y demás coffee shops que la pueblan, algunos incluso con música a alto volumen, cuando las pituitarias se liberen y reaparezca ante los ojos este sorprendente Rotterdam de 600.000 habitantes que no suele gustar al primer momento. Una ciudad con uno de los puertos más grandes del mundo, aunque éste quede a casi 40 kilómetros. El desplazamiento hasta allí no aporta mucho a los ignorantes del tema, salvo ver el mar y muchos, muchos barcos y enormes depósitos.
Más espectacular resulta la exposición sobre el propio puerto que aloja el Museo Marítimo, donde en cuatro enormes pantallas se puede seguir la sala de control del río hasta el mar, con los barcos que navegan en ambas direcciones y las voces e imágenes de los vigilantes en directo, todos ellos de impoluto uniforme.
Pero, para apreciar la ciudad y los lugareños, además de caminar por las calles con su 47% de población no holandesa y observar uno de los sistemas de carriles-bici más completos del mundo, apreciar la vida calmada de sus habitantes y sorprenderse de su forma de alimentación apresurada, hay que apreciar su orografía llena de torres y edificios de diseño y nada mejor para ello que escalar los 185 metros de la torre Euromast.
En la copa de la torre, pese al horripilante y gigantesco restaurante chino que queda a sus pies sobre el río, Rotterdam se convierte en una especie de museo de arquitectura. Allí se recortan las célebres casas-cubo del arquitecto Piet Blom; el imponente Puente Erasmus de Van Berkel; la Biblioteca Municipal de Hans Boot; el rascacielos más alto de Europa hasta 1923, el Het Witte Haus de W. Molenbroek; y el Groothandesgobouw, el complejo colectivo más grande del mundo con 128.000 metros cuadrados. Sin olvidar el World Trade Center de Jf. Staal y Groosman, uno de los primeros edificios que se aprecian al salir de la estación central de trenes, y el Milenium Tower, de la canadiense Webb Zerefa Menkes.
Curiosamente, cuando se desciende a cuatro metros por segundo del Euromast y en un hotel de Rotterdam se pregunte por un sitio para comer pescado, las pesimistas recomendaciones saltarán de un restaurante chino a otro.

Odiseo.

Düsseldorf


Un lejano rumor de castañuelas o palillos, como insisten en llamarlas en Sevilla, se impone por encima de la marea humana que arriba y abajo de la Bergerstrasse busca su restaurante, bar o taberna ideal para aliviar el hambre o la sed. Elegir no es tarea fácil; esto es el Altstadt (casco viejo) de Düsseldorf, apenas un kilómetro cuadrado junto al río Rin, y en sus calles se encuentra la barra más larga del mundo, con más de 280 locales.
Una vez que se gira por la Bolkerstrasse, a las indudables castañuelas se une la voz de un cantante que ejecuta un conocido pasaje de una zarzuela. Entre decenas de tabernas tradicionales renanas, donde más de un iluminado con el estómago de acero se atreve con una copiosa ración de schweinehaxe (codillo), un hombre sobre una especie de cajón interpreta la pieza de género chico variando el final de su letra para animar a los paseantes, entre algunos tímidos aplausos, a sentarse en la terraza de la Taberna Madrid.
A partir de ese punto, los restaurantes españoles comienzan a multiplicarse como champiñones en los alrededores, principalmente en la pequeña calle Schneider Wibbel, hasta superar la quincena: Cala Mayor, La Copa, La Alegría, El Amigo, El Gitano, Flamenco, Las Tapas, Picasso, Santiago... Y un nombre, el mismo, se repite una y otra vez con cierto aire reverencial: Primo López.
El conocido en la prensa local como «el rey de España» en el Altstadt, dueño de una docena de restaurantes y otros locales, es gallego de Orense, de la localidad de Abavides. En 1968, según confiesa a EL MUNDO, llegó como emigrante a esta ciudad, una de las más ricas de Alemania aunque no lo parezca a simple vista y durante años trabajó lavando platos y como camarero en mil y una barras.
En 1980 se hizo con un antiguo restaurante italiano en bancarrota de la Schneider Wibell y lo convirtió en El Primo, su lanzadera hacia las estrellas de la variada cocina española a orillas del Rin. Desde entonces, sus locales se acumulan y con orgullo cuenta que prepara la apertura de un hotel en una suerte de castillo lejos del casco viejo, con un restaurante en su terraza.
A sus 51 años, a Primo López, que se define como «muy normal y muy español», se le puede ver fácilmente con su conocido bigote «echando una mano» en la cocina de sus restaurantes, junto a los que lavan los platos o incluso ayudando a transportar los productos que luego consumirán sus comensales. «Yo mismo conduzco muchas veces la furgoneta», admite en un tono campechano mientras cuenta que a sus hijos los tiene estudiando en una universidad de Madrid.
En el kilómetro cuadrado del Altstadt de Düsseldorf, sin duda, se sirve posiblemente la mejor comida española de toda Alemania, y la variada gastronomía de la piel de toro se reproduce fielmente en sus arroces, los pescados y carnes, por no hablar de las imprescindibles tapas, que pueden hacer saltar las lágrimas de cualquier estómago hispano que lleve tiempo en tierras germanas.
Pero en el casco viejo, donde sorprende que la mayor parte de los turistas sean alemanes, a los bien surtidos locales españoles y alemanes se suma una amplia selección de restaurantes italianos, griegos e incluso árabes que consolidan la imagen de ciudad de servicios que acompaña a este antiguo puerto de la Cuenca del Rhur.
Düsseldorf, antaño el escritorio de la Cuenca del Ruhr por albergar en su trazado la sede de la administración de la industria pesada y la minería, ha sabido transformarse hábilmente después de que en los años 70 y 80 las chimeneas y los altos hornos dejaran de echar humo. Al igual que Colonia, ciudad con la que guarda una eterna rivalidad, su centro fue prácticamente reducido a escombros durante la II Guerra Mundial.
Hoy, con un 20% de población extranjera y la tercera comunidad judía más importante de Alemania, Düsseldorf es sinónimo de comunicaciones, convirtiéndose en un centro neurálgico sede de más de 3.000 firmas internacionales. Más de 20 empresas proveedoras de internet se asientan en la ciudad, al igual que las principales compañías suministradoras de telefonía móvil. A todo ello hay que añadirle 400 agencias de publicidad y 130 compañías de seguros.
Pero nadie lo diría caminando por sus calles del centro histórico, estos días con 30 grados de temperatura y una humedad desesperante, y tomadas también por grupos tradicionales de cazadores, que con sus variados uniformes de corte militar y sus bandas de música seudocastrenses, acompañados de caballos, recorren todas las calles aledañas a la Markplatz y la Burgplatz provocando la sorpresa de los viandantes.«Ellos son los que están detrás de la gran Kermesse con norias y caballitos de la Festwiese», cuenta un camarero argentino en el restaurante español Cala Mayor. Al otro lado del río, la espectacular feria destaca entre los inmensos cargueros semihundidos en el agua que descienden hacia Rotterdam.
Y tras una visita por la Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen, museo conocido simplemente como K20 y donde se puede admirar cerca de 90 obras de Paul Klee, antiguo director de la Academia de las Artes de la ciudad que dimitió de su cargo durante las purgas nazis de 1933, conviene encaminarse hacia una zona aledaña cuya particularidad convierte a la ciudad en un rara avis de Europa.
En los alrededores de la Immermannstrasse, partiendo desde la estación central de ferrocarriles, se asienta una de las mayores comunidades japonesas fuera de su país de origen. Tanto es así que la zona recibe el sobrenombre de Pequeña Tokio.
No sólo viven allí entre 6.000 y 8.000 japoneses, sino que las tiendas que surcan la calle están casi exclusivamente orientadas para ellos, desde librerías donde se pueden comprar las ediciones niponas de las grandes revistas internacionales de moda o las últimas novedades literarias y de cómic manga, hasta restaurantes, agencias de viajes, videoclubs (con películas sólo en esta lengua), tiendas de utillería de cocina, supermercados de productos del imperio del sol naciente, e incluso sucursales financieras como Bank of Tokyo Mitsubishi UFJ.En una papelería, una joven y apresurada Kiko nos explica el por qué de la existencia de esta comunidad japonesa: «Después de la guerra muchos vinieron a trabajar a la Cuenca del Ruhr. Y luego ya se quedaron». Junto a las numerosas tiendas, Düsseldorf también aloja la mayor escuela internacional nipona de Europa.
A la caída de la tarde, cuando el sol resulta menos asfixiante, nada mejor que dejar flotar la indispensable bicicleta alquilada por las orillas del río, con grandes extensiones de césped llenos de habitantes de la ciudad que se relajan dentro de sus bañadores.
Para los insaciables del consumo, siempre se puede acudir a la Königsalle (La avenida del rey), llamada popularmente Kö, donde a un lado las tiendas de grandes firmas y al otro las oficinas de los más poderosos bancos confirman que estamos en una urbe en la que, pese a su aparente tranquilidad, late una de las más ricas ciudades de Alemania en la que hasta la sofisticación tiene su lugar.

Odiseo.

Köln


El propio Anticristo, o su autoproclamada representación en la Tierra, ha abierto sucursal hasta el 5 de agosto en una calle de Colonia, la cuarta urbe de Alemania. Al norte de la Rudolfplatz, el centro neurálgico de la principal comunidad gay del país, con cerca de 400.000 miembros, entre numerosas tiendas de diseño, galerías de arte, sex-shop y zapatos de firma en cada esquina. Allí expone Marylin Manson sus 33 criaturas, reunidas bajo el título de Les fleurs de Mal, un brindis a Baudelaire.
Al ver las acuarelas alojadas en la galería de Brigitte Schenk de la Albertusstrasse, con cierta sensación de hacinamiento en las paredes, un neófito se preguntará en esta mañana de profundo calor y humedad si el público que fluye sin cesar vendría de no ser el autor una famosa estrella del rock gótico, al que más de una mala lengua le compara en su estética vital con una copia más compleja de aquel olvidado Alice Cooper.
En un ambiente agradable, azul oscuro y blanco, las obras de Manson vadean una frágil frontera del humor absurdo con la morbosidad. O como ha declarado la propia Schenk a la prensa alemana, «nos deja una vez más sin aclarar si pertenece a la ironía o empieza a jugar con lo desagradable. Y no expongo a un artista porque es famoso», se ha defendido de algunas críticas mordaces esta veterana galerista que expuso este año, sin ir más lejos, en la feria Art Cologne.
Así, el ínclito Marylin Manson, que igual firma una colección de cosméticos como una absenta sintética al calor de su cohorte de seguidores góticos, deja buen sabor de boca en Preparado o no muerto, El hombre que se come sus dedos (Autorretrato), Sísifo, e incluso en Les fleurs du mal o en Masquerade.
Y en muchos de las figuras, su propias facciones. Pero es con su serie de cuerpos despedazados o heridos donde surge la morbidez, le acusa el periódico Die Welt. Y su serie de rostros en todos los tonos y tamaños resultan algo inconexos.
Pero, como dijo él mismo en la inauguración el pasado 8 de junio, «lo mío son pinturas que te gustan o no te gustan. Si no te gustan, hazlo tú mejor». Fue en esos días donde, curiosamente, la inauguración en esta galería vino acompañada con una noticia que él mismo comunicó a la agencia alemana DPA y de la que las internacionales se hicieron gran eco. Algún cerebrito de la espectacular catedral de la ciudad parece que vetó el acceso a Brian Warner, el nombre real de Manson. Éste oculta siempre su rostro bajo complejos maquillajes de reminiscencias diabólicas y viste ropajes oscuros.Él mismo «comprende» que no debió presentarse de tamaña guisa a la catedral, de la que se siente admirador, al igual que del expresionismo, parido en esta ciudad. Pero sus piezas, todo hay que decirlo, también han recibido buenas críticas, sobre todo por el sistema pictórico elegido, la acuarela, que no permite correcciones. Y si pincelada es confiada, precisa, destacan, algo poco habitual en un artista sin experiencia, aunque en la muestra se pueden ver piezas de finales de los años 90. Su monstruosa sinceridad es alabada por algunos entendidos.
Tras la cita con el arte del infierno, el templo del chocolate abierto en el antiguo fondeadero medieval llama poderosamente la atención. Un repaso sistemático y con todos los sentidos alerta a 3.000 años de historia de este conocido y dulce remedio para muchos males en el Museo Imhoff-Stollwerk, un interesante edificio colgado sobre el Rin.
Pero para llegar allí antes hay que cruzar frente a la siempre presente catedral gótica de la ciudad, de entrada casi obligatoria incluso para los más reticentes y con su altura exacta de 148, 5 metros, 6,5 más que la de Estrasburgo. Fue el único edificio que quedó en pie en el centro de la ciudad tras la II Guerra Mundial, una imagen en blanco y negro fácil de ver en los tenderetes de tarjetas postales. Parece ser que los aviadores aliados hasta el último día tomaron como referencia su alta torre en el transcurso de sus bombardeos.
Lo que se percibe inmediatamente en este museo es que la cosa va en serio. En el primer piso con largos textos y múltiples muestras visuales, mientras se paladea la chocolatina que regalan con la entrada, se muestra la historia y los usos de la Theobroma Cocoa (el maná de los dioses), nombre oficial de la base de esas deliciosas tabletas o bombones de chocolate.
Y de jabones, bebidas alcohólicas y maquillajes faciales, según se descubre en los expositores.
Lo mejor llega en la segunda planta. Allí, en un ejemplo de su proceso de fabricación, con enormes máquinas que parecen estar trabajando realmente y operarias en bata y gorra rigurosamente blancas y muy atareadas, el paladar del visitante entra en contacto por segunda vez con el chocolate, y en una pequeña fuente se puede probar el oro líquido mientras que al otro extremo una trabajadora reparte barquillos bañados en este elemento a ansiosos niños de una visita escolar.
Más arriba llama la atención el extenso capítulo dedicado a aquellos primeros pueblos que cultivaron la planta antes de la llegada de los españoles, olmedas y nicoyas entre ellos, así como al papel social del chocolate en la Historia, donde destaca el símbolo lujurioso que tuvo al ingerirlo caliente en la Alemania del siglo XVIII. De hecho, era considerado un afrodisíaco. La publicidad también está presente, así como una curiosa muestra de máquinas expendedoras centenarias.
Ya de noche, la casualidad de la fecha nos permitirá asistir al Köln Lichter, la fiesta anual de fuegos artificiales que reúne a casi 800.000 personas a orillas del Rin y en los puentes que lo cruzan. Algunos lo comparan con el carnaval, uno de los más famosos y locos de Europa.
Este año la policía, nos cuenta la periodista Janna Wriedt, quien se presta a ejercer de cicerone para la ocasión, ha prohibido las tradicionales parrilladas de los aborígenes de Colonia y el uso de mobiliario de jardín en las praderas de césped formadas al otro lado del casco viejo y «que en invierno quedan inundadas por el agua».
Las sillas y las mesas no dejan de ser «un eufemismo», explica, para impedir las acampadas con un alto contenido de alcohol, ya sea con vino blanco de Riesling o la cerveza local, el Kölsch, que comparte nombre con el dialecto de la ciudad.
Y a través del tren, Janna, «originaria de Hamburgo», aclara, nos llevará al otro lado verde del río, donde las parrillas serán de lo más común y muchos ciudadanos se habrán traído su cuarto de estar alternativo, ignorando las prohibiciones.
Al otro lado quedarán las decenas de puestos de salchichas, helados y batidos donde se atropella generalmente el turismo, junto a calles interiores peatonales llenas de agradables tabernas, con grandes mesas en el exterior.
Poco antes de las 23.30 horas, la hora anunciada para los fuegos artificiales, la señal previa la darán las decenas de barcos de turistas, con derecho a cena y baile a precios exorbitantes, destaca nuestra interlocutora, que desde su lugar de concentración, río abajo, regresan a la ciudad bañados por los focos colocados en la orillas mientras hacen sonar sus sirenas al unísono.
Poco después, el espectáculo de fuegos artificiales, exactamente los 27 minutos previstos, ni uno más ni uno menos, y todos ellos al ritmo de la música folclórica y clásica que rigurosamente publican los periódicos alemanes del día.
Lamentablemente, dejan un sabor a expediente cubierto para cualquiera que haya presenciado un febrero las Fallas de Valencia.
Hasta la madrugada, muchas pequeñas hogueras se mantendrán encendidas mucho más allá de que la catedral apague sus luces.
Odiseo.

St. Goarhausen, mit Loreley und Sigfrid


Si la «hechizante» Loreley «de cabello dorado», según la describe el poeta Heinrich Heine, pretendiera aparecer de nuevo por la inmensa roca de pizarra que hoy porta su nombre sobre la minúscula localidad de St. Goarhausen, a orillas del río llamado en este tramo Rin romántico, lo tendría realmente complicado.
A un contundente hotel en el punto más alto del risco, por supuesto con el nombre de la protagonista de una de las eternas leyendas de la región, Auf der Loreley, se le suman otros bares «con vistas» y las consabidas tiendas de baratijas para retener el recuerdo ad eternum. Allí, donde desde un euro, en todo tipo de representaciones y tamaños, envuelta en metacrilato o estampada sobre una moneda de cinco céntimos, uno se puede llevar a casa a la joven que tras su suicidio por amor no correspondido, según cuentan, se tornó en sirena de mal augurio para los marineros que la veían o escuchaban, abocados a las rocas que pueblan estas aguas. Siglos después, tras salvar la vida de otro hombre enamorado, se le concedió la gracia de volver a su condición humana... En algún lugar indeterminado.
Pero una vez repuestos de la pequeña decepción inicial y olvidadas la parca Loreley escultórica que asoma en algún rincón del risco y las máquinas que por un euro cuentan la leyenda con tono levemente metálico -sólo en alemán-, se puede observar una de las vistas más impresionantes sobre este trozo del Rin encerrado entre laderas verdes cuajadas de viñas, pequeños castillos y reminiscencias de viejas leyendas como las de los Nibelungos, reconvertidos en una tetralogía operística por Richard Wagner.
Mientras, abajo en el poderoso Rin pasan sin cesar, río arriba y abajo, los pesados barcos semihundidos en el agua que transportan sus mercancías y que convierten al río en la vía fluvial más importante de la Unión Europea.
Desde Bingen hasta Koblenz, en Renania-Palatinado, la denominación Rin Medio, con su vino blanco Riesling como estrella principal, se suma a las otras regiones productoras más importantes del país y encerradas en su mayor parte en este estado federal. Como el valle del Ahr, Mosel-Saar-Ruwer en el valle del Mosela, Nahe, Rheinhessen y Rheinpfalz.
Todas ellas conforman la denominada Ruta del Vino de Alemania, y convierten a este land en uno «de los pocos donde el vino», con sus características copas transparentes de base color verde, «puede competir dignamente» frente a la sempiterna cerveza de tabernas locales, según nos confirma la rubia camarera del restaurante Kautman en St. Goar.
Pero sin duda la espectacularidad de las viñas que cuelgan sobre el Rin, con pendientes de hasta un 72%, y los pequeños castillos que surgen en cada risco atraparán la vista en cualquiera de los innumerables tours en barco que se ofrecen desde St. Goar, la hermana mayor de St. Goarhausen, situada en la orilla opuesta.
Allí, a través de los altavoces de las embarcaciones, podrá escucharse, de nuevo, la historia de Loreley, mientras se observa el perfil de la roca desde el río y se degusta una bebida incluida en la veintena de euros que cuesta el periplo marinero.
Al sur de St. Goar, muy cerca de la ciudad en la que Gutemberg revolucionaría el mundo con la imprenta, Maguncia, se halla Bingen. En esta localidad, tierra de uno de los mitos medievales en la defensa de los derechos de la mujer, la religiosa y visionaria Hildegarda de Bingen (1098-1179), los roedores tan habituales en las leyendas alemanas (El flautista de Hamelin) son de nuevo los protagonistas en su recia torre medieval de peaje o Mautturm, rebautizada en estos días como Mäuseturm (torre de los ratones).
Según la tradición, en esa construcción los ratones devoraron vivo a un obispo que había mandado quemar a unos campesinos por mendigar granos.
Pero para alcanzar el centro neurálgico del Cantar de gesta de los Nibelungos, hallado en el siglo XII en Suiza y al que se compara el Cantar del mío Cid y el Cantar de Roldan en Francia, habrá que retroceder aún más al sur. En la hoy exageradamente apacible ciudad de Worms se ubicaba en el año 413 la capital del legendario y breve reino de Burgundia, cuya existencia narra a sangre y fuego el poema épico germánico.
En su catedral medieval, donde la presencia de turistas es prácticamente nula, en su Kaiserportal (la puerta del emperador, al norte), actualmente cerrada al público en beneficio de la entrada del sur, se desarrolla una de las escenas cumbre de este Cantar que mezcla leyenda e historia.
Sencilla y con una tabla de bronce sobre su arco, donde se recuerda que el emperador Federico I, más conocido como Barbarroja (1122-1190), otorgó algunos privilegios a la ciudad de Worms, nada hace suponer que ante esa puerta, en una disputa por un simple problema de protocolo, se fraguó el final del reino burgundio. La princesa Crimilda, esposa del héroe Sigfrido y hermana del rey Gunter, pasará a la catedral antes que Brunilda, la mujer del monarca.
Brunilda no lo soportará y, ayudada por Hagen, un caballero de la corte de Gunter que quiere hacerse con el oro de los Nibelungos en posesión de Sigfrido, darán muerte a este guerrero considerado invulnerable por haberse impregnado de la sangre de un dragón que mató. Gracias a un desliz de la propia Crimilda, descubren que el talón de Aquiles del héroe tiene el tamaño de una minúscula hoja que quedó adherida a su cuerpo durante el baño en el líquido vital del gigante alado mitológico.
Tras la muerte de Sigfrido, Crimilda traza una venganza contra su familia que la llevará a casarse con Atila, rey de los Hunos, y a provocar una batalla en el castillo de éste que acabará con la muerte de casi todos los protagonistas en una sangrienta carnicería. Con ello desaparecería su propio reino, Burgundia. Hagen, al borde de la muerte, se negará a revelar donde ha ocultado el oro de los Nibelungos.
El controvertido Wagner, antijudío y opuesto a todo lo que no fuera europeo, se inspirará en esta leyenda para componer su tetralogía El anillo de los Nibelungos, que bajo la premisa de su autor de que la ópera requiere un esfuerzo, tiene una duración literal de cuatro días. Los nazis, por su parte, convertirán a Sigfrido en el ejemplo de las virtudes arias.
El Cantar de los Nibelungos da pie a la ciudad de Worms para celebrar estos días un festival multimedia al aire libre junto a la catedral, en el Kaiserportal, desde el 20 de julio al 5 de agosto. Pero quien se deje caer por la ciudad no podrá desaprovechar la oportunidad de acudir al Museo de los Nibelungos situado dentro de las torres medievales del Fischerpförtchen.
Allí, en un entorno evocador y apoyada por las imágenes de las dos películas dedicadas al mito por el genio del expresionismo alemán Fritz Lang (La muerte de Sigfrido y La venganza de Crimilda), se puede conocer la historia de este poema, suma de muchas leyendas de los pueblos germánicos, dividido en 39 cantos.

Odiseo.

Heidelberg


El público, según accede a sus sillas plegables de madera, distribuidas en círculo en la Dick Turm (Torre gruesa), se integra inmediatamente en una suerte de nebulosa de plástico transparente y amarillo gracias a los ponchos de emergencia plegados en pequeños sobres que la organización vende a un euro la pieza. Como cada día, la lluvia amenaza sobre la llamada capital intelectual de Alemania, Heidelberg, aunque hoy apenas si ha hecho acto de presencia durante unos pocos minutos.«No es una broma. El otro día, esta misma pieza se suspendió por el agua», comenta un vecino de la primera fila, quien, además de comprar una informe pieza impermeable, ha traído de casa su paraguas negro de tamaño familiar. Pero, en esta ocasión, con apenas 10 minutos de retraso, por los que el presentador pedirá hasta cuatro veces disculpas, el recital de lied o canciones folclóricas alemanas acude finalmente a su cita con las ruinas más famosas de la ciudad, en el tradicional Schlossfestpiele (el festival del castillo), dedicado al Romanticismo.
Las canciones recopiladas en 1806 por Clemens Brentano y Achim von Arnim bajo el título de El muchacho del cuerno mágico, que ya inspiraron obras de Mendelssohn, Schumann, Brahms y Mahler, son desgranadas durante más de hora y media en un refinado hoch deutsch (alemán culto) por intérpretes del Teatro de Heidelberg, junto a un puñado de músicos de la Orquesta Filarmónica de la ciudad. Todo ello en una versión de Heiner Kondschok.
Por la Torre Gruesa y el patio central del castillo han pasado, y se seguirán representando durante el verano, óperas como El barbero de Sevilla, de Gioacchino Rossini; operetas como El príncipe estudiante, de Sigmund Romberg; u obras de teatro como El día más salvaje, de Peter Turrini. La danza estará representada por El dudoso deseo de ternura, basada en la Divina comedia, de Dante, pieza que se recitará íntegramente durante el verano en seis actuaciones de la actriz alemana Verena Buss. Sin embargo, los más de 300 escalones de empinado ascenso desde la Marktplatz, en el corazón de la Altstadt (ciudad vieja), ya habrían merecido la pena sólo para admirar el imponente castillo y sus jardines, por los que pasearon el poeta Goethe y el filósofo Hegel, durante su paso por la Universidad local, la más antigua del país (1386).
Desde sus terrazas, se observa cómo el navegable río Neckar corre a encontrarse a pocos kilómetros con su hermano mayor, el Rin, conformando un fértil triángulo seleccionado por el Gobierno federal como una de las tres biorregiones más importantes del país, dentro del estado de Baden-Wurtemberg.
Lo primero que llama la atención desde lo alto es la perfecta disposición de la ciudad y su unidad arquitectónica barroca, debido a que se reconstruyó casi por completo y, al mismo tiempo, tras ser dinamitado por las tropas francesas durante la llamada Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Para los amigos de las anécdotas, reseñar que, durante el conflicto mundial de 1939-1945, no cayó ni una sola bomba aliada sobre su suelo, lo que la convierte en una de las pocas ciudades auténticas de Alemania.
El destruido castillo, en cambio, con su piedra roja oscura, que cambia de color según la luz y la hora del día, permanece prácticamente como lo dejaron los soldados de Luis XIV en 1693. Estos días, en los que apenas hay ninguno de los 30.000 estudiantes que suelen animar durante el año las calles de esta histórica ciudad, su lugar ha sido ocupado por los turistas, mayoritariamente japoneses, que saturan tanto la peatonal Hauptstrasse, la calle más larga (1.600 metros) del corazón comercial del casco viejo, como una de las citas ineludibles dentro del castillo, el tonel más grande del mundo, con una capacidad de 220.000 litros y una escalera que lo rodea completamente y que hace las delicias de los visitantes nipones.
Horas antes del concierto de lied, parece asomar el rastro de otro visitante histórico, el británico Patrick Leigh Fermor, autor de ese delicioso libro de viajes titulado El tiempo de los regalos (1977). En 1933, el mismo año en que la catarsis colectiva del pueblo alemán llegaba a su culminación y los votantes aupaban al poder a Adolf Hitler, el joven Leigh Fermor, con apenas 18 años, iniciaba su viaje a pie desde el puerto de Rotterdam hasta Constantinopla (la actual Estambul).
La sensación se torna en alivio cuando, entre las numerosas cervecerías centenarias que surcan la Hauptstrasse a la altura del castillo, aparece Zum roten Ochsen (el buey rojo). Uno puede se sienta, casi con devoción, en sus mesas tapizadas de minúsculas inscripciones de personajes que dejaron de existir hace ya muchos veranos.
En las paredes, igual que hace 74 años, fotografías desvaídas en sepia de estudiantes de siglos anteriores, vestidos de rigurosa levita y luciendo perillas antediluvianas, así como imágenes del último kaiser junto a su familia, en actos públicos o pasando revista a las tropas. Por no olvidar, igualmente, una apabullante colección de cuernos de todos los tamaños y especies.
Los estudiantes ya apenas hacen su aparición por esta agradable taberna administrada desde hace seis generaciones -según confirma un cartel en el exterior- por la familia Spengel. Hoy los turistas abarrotan sus mesas en una incomprensible mezcolanza de idiomas y uno de los jóvenes Spengel, a cargo de la caja y las bebidas, apenas tiene tiempo de indicar dónde se encuentra el sable de duelo estudiantil que, un diciembre de 1933, uno de sus antepasados, Fritz -quien moriría en combate en Noruega en 1939-, entonces con menos años que él, permitió descolgar a Leigh Fermor.
Por supuesto que, este verano, el antiguo arma envuelta en una fina capa de grasa añeja no recibirá la venia de salir de sus sujeciones de la pared. Pese a ello, en la siguiente sala, donde un piano de pared interpreta desde canciones de los Beatles hasta, ¡sorpresa!, Los pajaritos, buscamos las célebres protecciones que portaban los estudiantes en sus lances de honor, y que, lejos de provocar la muerte, dejaban como recuerdo profundos arañazos que eran inmediatamente cubiertos de sal y quedaron como cicatrices en muchas generaciones de abogados, lingüistas y jueces.
Para observar hoy algo de aquel mundo estudiantil, cabe recorrer la calle Plock, paralela a la Hauptstrasse y que desemboca en los aledaños de la Plaza de la Universidad. Allí, entre decenas de fotocopiadoras, cibercafés, cafés sin turistas, lavanderías y tiendas de pintura de spray para graffiteros, sorprende la gran abundancia de librerías de segunda mano, en las que se puede adquirir una edición de cuero de El Emilio de Rousseau, de principios del siglo XX, por el irrisorio precio de tres euros.
Odiseo.