Saturday, August 04, 2007

Rotterdam


El lugar es la antítesis de la imagen estereotipada de un coffee shop. Ni mesas, ni sillas y mucho menos café. La asepsia es el tono dominante en De Lachendes Paus, cada uno sabe a lo que va y eso requiere poco tiempo. En un ancho pasillo, a la derecha, encerrados en vitrinas todo tipo de enseres y juguetes relacionados con el mundo del cannabis y, a la izquierda, lo mismo para el universo del sexo.
Al fondo, tras un excesivo cristal blindado, un jovencísimo Robbie, «como Robbie Williams», asegura con voz metálica a través de un megáfono. Y sí, de repente se comprende el corte de pelo al dos con gomina y el aro en la oreja, hasta tiene un objetable y lejano aire similar al cantante, con 20 años menos.
Robbie comanda hoy De Lachende Paus, uno de los inconfundibles coffee shops de Rotterdam, la arquitectónica Manhattan de Europa. Y muchos de ellos en la Nieuwe Binnenweg, quizás uno de los pocos barrios del centro de la ciudad cuyas casas nos recuerdan que estamos en Holanda, a 60 kilómetros de Amsterdam. La última parada antes de desembocar en el mar para el río Rin, que al entrar en este país se desdobla en el Waal y el Lek y forma un delta común con el Mosa, o Maas para los locales. Una ciudad, cuentan las crónicas, prácticamente destruida por los alemanes en la II Guerra Mundial.«Van a por nosotros, eso parece», cuenta el encargado de la aséptica tienda tras prometer que no habrá molestias para los posibles clientes. «Desde la llegada del nuevo Gobierno las cosas se ponen cada vez más difíciles, aunque ya empezaba a haber problemas antes», añade mientras ordena decenas de sobres de plástico.
Robbie se refiere a la formación este año de un Ejecutivo de coalición entre el Partido Democristiano (CDA), la Unión Cristiana (CU) y el Partido de los Trabajadores, de centro izquierda, y a una polémica ley que ha obligado a muchos coffee shops a cerrar al encontrarse en un radio de 250 metros de colegios.«Imagina que lo ampliaran a los bares», vuelve a hablar la voz de robot mientras pesa el material y lo encierra en los sobres con una tarjeta del lugar y un bloc del tamaño del papel de liar cigarrillos.
Casi ninguna tienda de este ramo en Rotterdam sirve alcohol, son licencias diferentes y resulta demasiado caro. En la tarjeta de De Lachendes Paus, sobre el nombre del lugar, un sonriente dibujo de un sumo pontífice, con cruz al cuello y de cuya cabeza salen rayos de sol. En el hueco de la letra «P», otra cruz.
De repente, un cliente. Todo es rápido. Éste consulta en un enorme panel con muestras y etiquetas según contenido y peso y suelta el pedido en un cantarín e impenetrable holandés junto a tres billetes de cinco euros. En cualquier otro país europeo se estaría cometiendo un delito. No en Holanda, donde la venta exclusivamente en estas tiendas de hasta cinco gramos de cannabis por consumidor, ya sea en forma de marihuana o en su variante resinosa, el hachís, es totalmente legal.
En la misma acera, pero más de un centenar de números más allá, entre numerosas joyerías que anuncian los diamantes entre su género, sin duda se halla el arquetipo de coffee shop, el Nemo, junto a uno de los canales. Ya a pocos metros antes de entrar se puede percibir el inconfundible aroma.
Y sí, en el Nemo hay sillas, mesas, café e incluso zumo de naranja fresco, amén de clientes, charla sosegada, ojos entrecerrados y una forma de vender el producto algo menos exagerada. Ante un grueso cenicero metálico reluciente, un oriundo con rastas en el pelo y que prefiere no decir nombres asegura comprender «en parte» al Gobierno de Jan Peter Balkenende al tiempo que mezcla una generosa ración de marihuana con tabaco rubio en su mano derecha.«La presión de sus amigos de la Unión Europea (UE) es cada vez más fuerte, y tienen que hacer algún gesto sin llegar a joder el mito holandés de los coffee shop, que no deja de ser una atracción turística internacional junto al queso y los zuecos, supongo», afirma al tiempo que compone su porro con la tranquilidad de un maestro.
Los Gobiernos locales de Holanda pueden tomar sus propias normas respecto a estas tiendas, y ya en los últimos años este negocio que mueve hasta un billón de euros al año y que cuenta en la actualidad con más de 700 locales en todo el país, aunque ha llegado a tener 1.500, ha sufrido pequeñas persecuciones.
Sobre todo en las poblaciones fronterizas con Alemania y Francia, donde cada fin de semana miles de jóvenes acuden a llenar las provisiones, siempre que a la vuelta la policía, cualquiera de ellas, no se las requise en un control. Así, el conservador alcalde de Maastricht, Gerd Leers, anunció que prohibiría la entrada a los establecimientos de los no residentes en su ciudad, y los amigos del cannabis le acusan en internet de clausurar las tiendas como mínimo durante tres meses ante la más mínima irregularidad.
No será hasta unos minutos después de dejar la calle Nieuwe Binnenweg y los Desirée, Pluto, Sky High y demás coffee shops que la pueblan, algunos incluso con música a alto volumen, cuando las pituitarias se liberen y reaparezca ante los ojos este sorprendente Rotterdam de 600.000 habitantes que no suele gustar al primer momento. Una ciudad con uno de los puertos más grandes del mundo, aunque éste quede a casi 40 kilómetros. El desplazamiento hasta allí no aporta mucho a los ignorantes del tema, salvo ver el mar y muchos, muchos barcos y enormes depósitos.
Más espectacular resulta la exposición sobre el propio puerto que aloja el Museo Marítimo, donde en cuatro enormes pantallas se puede seguir la sala de control del río hasta el mar, con los barcos que navegan en ambas direcciones y las voces e imágenes de los vigilantes en directo, todos ellos de impoluto uniforme.
Pero, para apreciar la ciudad y los lugareños, además de caminar por las calles con su 47% de población no holandesa y observar uno de los sistemas de carriles-bici más completos del mundo, apreciar la vida calmada de sus habitantes y sorprenderse de su forma de alimentación apresurada, hay que apreciar su orografía llena de torres y edificios de diseño y nada mejor para ello que escalar los 185 metros de la torre Euromast.
En la copa de la torre, pese al horripilante y gigantesco restaurante chino que queda a sus pies sobre el río, Rotterdam se convierte en una especie de museo de arquitectura. Allí se recortan las célebres casas-cubo del arquitecto Piet Blom; el imponente Puente Erasmus de Van Berkel; la Biblioteca Municipal de Hans Boot; el rascacielos más alto de Europa hasta 1923, el Het Witte Haus de W. Molenbroek; y el Groothandesgobouw, el complejo colectivo más grande del mundo con 128.000 metros cuadrados. Sin olvidar el World Trade Center de Jf. Staal y Groosman, uno de los primeros edificios que se aprecian al salir de la estación central de trenes, y el Milenium Tower, de la canadiense Webb Zerefa Menkes.
Curiosamente, cuando se desciende a cuatro metros por segundo del Euromast y en un hotel de Rotterdam se pregunte por un sitio para comer pescado, las pesimistas recomendaciones saltarán de un restaurante chino a otro.

Odiseo.

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