Saturday, August 04, 2007

Köln


El propio Anticristo, o su autoproclamada representación en la Tierra, ha abierto sucursal hasta el 5 de agosto en una calle de Colonia, la cuarta urbe de Alemania. Al norte de la Rudolfplatz, el centro neurálgico de la principal comunidad gay del país, con cerca de 400.000 miembros, entre numerosas tiendas de diseño, galerías de arte, sex-shop y zapatos de firma en cada esquina. Allí expone Marylin Manson sus 33 criaturas, reunidas bajo el título de Les fleurs de Mal, un brindis a Baudelaire.
Al ver las acuarelas alojadas en la galería de Brigitte Schenk de la Albertusstrasse, con cierta sensación de hacinamiento en las paredes, un neófito se preguntará en esta mañana de profundo calor y humedad si el público que fluye sin cesar vendría de no ser el autor una famosa estrella del rock gótico, al que más de una mala lengua le compara en su estética vital con una copia más compleja de aquel olvidado Alice Cooper.
En un ambiente agradable, azul oscuro y blanco, las obras de Manson vadean una frágil frontera del humor absurdo con la morbosidad. O como ha declarado la propia Schenk a la prensa alemana, «nos deja una vez más sin aclarar si pertenece a la ironía o empieza a jugar con lo desagradable. Y no expongo a un artista porque es famoso», se ha defendido de algunas críticas mordaces esta veterana galerista que expuso este año, sin ir más lejos, en la feria Art Cologne.
Así, el ínclito Marylin Manson, que igual firma una colección de cosméticos como una absenta sintética al calor de su cohorte de seguidores góticos, deja buen sabor de boca en Preparado o no muerto, El hombre que se come sus dedos (Autorretrato), Sísifo, e incluso en Les fleurs du mal o en Masquerade.
Y en muchos de las figuras, su propias facciones. Pero es con su serie de cuerpos despedazados o heridos donde surge la morbidez, le acusa el periódico Die Welt. Y su serie de rostros en todos los tonos y tamaños resultan algo inconexos.
Pero, como dijo él mismo en la inauguración el pasado 8 de junio, «lo mío son pinturas que te gustan o no te gustan. Si no te gustan, hazlo tú mejor». Fue en esos días donde, curiosamente, la inauguración en esta galería vino acompañada con una noticia que él mismo comunicó a la agencia alemana DPA y de la que las internacionales se hicieron gran eco. Algún cerebrito de la espectacular catedral de la ciudad parece que vetó el acceso a Brian Warner, el nombre real de Manson. Éste oculta siempre su rostro bajo complejos maquillajes de reminiscencias diabólicas y viste ropajes oscuros.Él mismo «comprende» que no debió presentarse de tamaña guisa a la catedral, de la que se siente admirador, al igual que del expresionismo, parido en esta ciudad. Pero sus piezas, todo hay que decirlo, también han recibido buenas críticas, sobre todo por el sistema pictórico elegido, la acuarela, que no permite correcciones. Y si pincelada es confiada, precisa, destacan, algo poco habitual en un artista sin experiencia, aunque en la muestra se pueden ver piezas de finales de los años 90. Su monstruosa sinceridad es alabada por algunos entendidos.
Tras la cita con el arte del infierno, el templo del chocolate abierto en el antiguo fondeadero medieval llama poderosamente la atención. Un repaso sistemático y con todos los sentidos alerta a 3.000 años de historia de este conocido y dulce remedio para muchos males en el Museo Imhoff-Stollwerk, un interesante edificio colgado sobre el Rin.
Pero para llegar allí antes hay que cruzar frente a la siempre presente catedral gótica de la ciudad, de entrada casi obligatoria incluso para los más reticentes y con su altura exacta de 148, 5 metros, 6,5 más que la de Estrasburgo. Fue el único edificio que quedó en pie en el centro de la ciudad tras la II Guerra Mundial, una imagen en blanco y negro fácil de ver en los tenderetes de tarjetas postales. Parece ser que los aviadores aliados hasta el último día tomaron como referencia su alta torre en el transcurso de sus bombardeos.
Lo que se percibe inmediatamente en este museo es que la cosa va en serio. En el primer piso con largos textos y múltiples muestras visuales, mientras se paladea la chocolatina que regalan con la entrada, se muestra la historia y los usos de la Theobroma Cocoa (el maná de los dioses), nombre oficial de la base de esas deliciosas tabletas o bombones de chocolate.
Y de jabones, bebidas alcohólicas y maquillajes faciales, según se descubre en los expositores.
Lo mejor llega en la segunda planta. Allí, en un ejemplo de su proceso de fabricación, con enormes máquinas que parecen estar trabajando realmente y operarias en bata y gorra rigurosamente blancas y muy atareadas, el paladar del visitante entra en contacto por segunda vez con el chocolate, y en una pequeña fuente se puede probar el oro líquido mientras que al otro extremo una trabajadora reparte barquillos bañados en este elemento a ansiosos niños de una visita escolar.
Más arriba llama la atención el extenso capítulo dedicado a aquellos primeros pueblos que cultivaron la planta antes de la llegada de los españoles, olmedas y nicoyas entre ellos, así como al papel social del chocolate en la Historia, donde destaca el símbolo lujurioso que tuvo al ingerirlo caliente en la Alemania del siglo XVIII. De hecho, era considerado un afrodisíaco. La publicidad también está presente, así como una curiosa muestra de máquinas expendedoras centenarias.
Ya de noche, la casualidad de la fecha nos permitirá asistir al Köln Lichter, la fiesta anual de fuegos artificiales que reúne a casi 800.000 personas a orillas del Rin y en los puentes que lo cruzan. Algunos lo comparan con el carnaval, uno de los más famosos y locos de Europa.
Este año la policía, nos cuenta la periodista Janna Wriedt, quien se presta a ejercer de cicerone para la ocasión, ha prohibido las tradicionales parrilladas de los aborígenes de Colonia y el uso de mobiliario de jardín en las praderas de césped formadas al otro lado del casco viejo y «que en invierno quedan inundadas por el agua».
Las sillas y las mesas no dejan de ser «un eufemismo», explica, para impedir las acampadas con un alto contenido de alcohol, ya sea con vino blanco de Riesling o la cerveza local, el Kölsch, que comparte nombre con el dialecto de la ciudad.
Y a través del tren, Janna, «originaria de Hamburgo», aclara, nos llevará al otro lado verde del río, donde las parrillas serán de lo más común y muchos ciudadanos se habrán traído su cuarto de estar alternativo, ignorando las prohibiciones.
Al otro lado quedarán las decenas de puestos de salchichas, helados y batidos donde se atropella generalmente el turismo, junto a calles interiores peatonales llenas de agradables tabernas, con grandes mesas en el exterior.
Poco antes de las 23.30 horas, la hora anunciada para los fuegos artificiales, la señal previa la darán las decenas de barcos de turistas, con derecho a cena y baile a precios exorbitantes, destaca nuestra interlocutora, que desde su lugar de concentración, río abajo, regresan a la ciudad bañados por los focos colocados en la orillas mientras hacen sonar sus sirenas al unísono.
Poco después, el espectáculo de fuegos artificiales, exactamente los 27 minutos previstos, ni uno más ni uno menos, y todos ellos al ritmo de la música folclórica y clásica que rigurosamente publican los periódicos alemanes del día.
Lamentablemente, dejan un sabor a expediente cubierto para cualquiera que haya presenciado un febrero las Fallas de Valencia.
Hasta la madrugada, muchas pequeñas hogueras se mantendrán encendidas mucho más allá de que la catedral apague sus luces.
Odiseo.

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