Düsseldorf
Un lejano rumor de castañuelas o palillos, como insisten en llamarlas en Sevilla, se impone por encima de la marea humana que arriba y abajo de la Bergerstrasse busca su restaurante, bar o taberna ideal para aliviar el hambre o la sed. Elegir no es tarea fácil; esto es el Altstadt (casco viejo) de Düsseldorf, apenas un kilómetro cuadrado junto al río Rin, y en sus calles se encuentra la barra más larga del mundo, con más de 280 locales.
Una vez que se gira por la Bolkerstrasse, a las indudables castañuelas se une la voz de un cantante que ejecuta un conocido pasaje de una zarzuela. Entre decenas de tabernas tradicionales renanas, donde más de un iluminado con el estómago de acero se atreve con una copiosa ración de schweinehaxe (codillo), un hombre sobre una especie de cajón interpreta la pieza de género chico variando el final de su letra para animar a los paseantes, entre algunos tímidos aplausos, a sentarse en la terraza de la Taberna Madrid.
A partir de ese punto, los restaurantes españoles comienzan a multiplicarse como champiñones en los alrededores, principalmente en la pequeña calle Schneider Wibbel, hasta superar la quincena: Cala Mayor, La Copa, La Alegría, El Amigo, El Gitano, Flamenco, Las Tapas, Picasso, Santiago... Y un nombre, el mismo, se repite una y otra vez con cierto aire reverencial: Primo López.
El conocido en la prensa local como «el rey de España» en el Altstadt, dueño de una docena de restaurantes y otros locales, es gallego de Orense, de la localidad de Abavides. En 1968, según confiesa a EL MUNDO, llegó como emigrante a esta ciudad, una de las más ricas de Alemania aunque no lo parezca a simple vista y durante años trabajó lavando platos y como camarero en mil y una barras.
En 1980 se hizo con un antiguo restaurante italiano en bancarrota de la Schneider Wibell y lo convirtió en El Primo, su lanzadera hacia las estrellas de la variada cocina española a orillas del Rin. Desde entonces, sus locales se acumulan y con orgullo cuenta que prepara la apertura de un hotel en una suerte de castillo lejos del casco viejo, con un restaurante en su terraza.
A sus 51 años, a Primo López, que se define como «muy normal y muy español», se le puede ver fácilmente con su conocido bigote «echando una mano» en la cocina de sus restaurantes, junto a los que lavan los platos o incluso ayudando a transportar los productos que luego consumirán sus comensales. «Yo mismo conduzco muchas veces la furgoneta», admite en un tono campechano mientras cuenta que a sus hijos los tiene estudiando en una universidad de Madrid.
En el kilómetro cuadrado del Altstadt de Düsseldorf, sin duda, se sirve posiblemente la mejor comida española de toda Alemania, y la variada gastronomía de la piel de toro se reproduce fielmente en sus arroces, los pescados y carnes, por no hablar de las imprescindibles tapas, que pueden hacer saltar las lágrimas de cualquier estómago hispano que lleve tiempo en tierras germanas.
Pero en el casco viejo, donde sorprende que la mayor parte de los turistas sean alemanes, a los bien surtidos locales españoles y alemanes se suma una amplia selección de restaurantes italianos, griegos e incluso árabes que consolidan la imagen de ciudad de servicios que acompaña a este antiguo puerto de la Cuenca del Rhur.
Düsseldorf, antaño el escritorio de la Cuenca del Ruhr por albergar en su trazado la sede de la administración de la industria pesada y la minería, ha sabido transformarse hábilmente después de que en los años 70 y 80 las chimeneas y los altos hornos dejaran de echar humo. Al igual que Colonia, ciudad con la que guarda una eterna rivalidad, su centro fue prácticamente reducido a escombros durante la II Guerra Mundial.
Hoy, con un 20% de población extranjera y la tercera comunidad judía más importante de Alemania, Düsseldorf es sinónimo de comunicaciones, convirtiéndose en un centro neurálgico sede de más de 3.000 firmas internacionales. Más de 20 empresas proveedoras de internet se asientan en la ciudad, al igual que las principales compañías suministradoras de telefonía móvil. A todo ello hay que añadirle 400 agencias de publicidad y 130 compañías de seguros.
Pero nadie lo diría caminando por sus calles del centro histórico, estos días con 30 grados de temperatura y una humedad desesperante, y tomadas también por grupos tradicionales de cazadores, que con sus variados uniformes de corte militar y sus bandas de música seudocastrenses, acompañados de caballos, recorren todas las calles aledañas a la Markplatz y la Burgplatz provocando la sorpresa de los viandantes.«Ellos son los que están detrás de la gran Kermesse con norias y caballitos de la Festwiese», cuenta un camarero argentino en el restaurante español Cala Mayor. Al otro lado del río, la espectacular feria destaca entre los inmensos cargueros semihundidos en el agua que descienden hacia Rotterdam.
Y tras una visita por la Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen, museo conocido simplemente como K20 y donde se puede admirar cerca de 90 obras de Paul Klee, antiguo director de la Academia de las Artes de la ciudad que dimitió de su cargo durante las purgas nazis de 1933, conviene encaminarse hacia una zona aledaña cuya particularidad convierte a la ciudad en un rara avis de Europa.
En los alrededores de la Immermannstrasse, partiendo desde la estación central de ferrocarriles, se asienta una de las mayores comunidades japonesas fuera de su país de origen. Tanto es así que la zona recibe el sobrenombre de Pequeña Tokio.
No sólo viven allí entre 6.000 y 8.000 japoneses, sino que las tiendas que surcan la calle están casi exclusivamente orientadas para ellos, desde librerías donde se pueden comprar las ediciones niponas de las grandes revistas internacionales de moda o las últimas novedades literarias y de cómic manga, hasta restaurantes, agencias de viajes, videoclubs (con películas sólo en esta lengua), tiendas de utillería de cocina, supermercados de productos del imperio del sol naciente, e incluso sucursales financieras como Bank of Tokyo Mitsubishi UFJ.En una papelería, una joven y apresurada Kiko nos explica el por qué de la existencia de esta comunidad japonesa: «Después de la guerra muchos vinieron a trabajar a la Cuenca del Ruhr. Y luego ya se quedaron». Junto a las numerosas tiendas, Düsseldorf también aloja la mayor escuela internacional nipona de Europa.
A la caída de la tarde, cuando el sol resulta menos asfixiante, nada mejor que dejar flotar la indispensable bicicleta alquilada por las orillas del río, con grandes extensiones de césped llenos de habitantes de la ciudad que se relajan dentro de sus bañadores.
Para los insaciables del consumo, siempre se puede acudir a la Königsalle (La avenida del rey), llamada popularmente Kö, donde a un lado las tiendas de grandes firmas y al otro las oficinas de los más poderosos bancos confirman que estamos en una urbe en la que, pese a su aparente tranquilidad, late una de las más ricas ciudades de Alemania en la que hasta la sofisticación tiene su lugar.
Una vez que se gira por la Bolkerstrasse, a las indudables castañuelas se une la voz de un cantante que ejecuta un conocido pasaje de una zarzuela. Entre decenas de tabernas tradicionales renanas, donde más de un iluminado con el estómago de acero se atreve con una copiosa ración de schweinehaxe (codillo), un hombre sobre una especie de cajón interpreta la pieza de género chico variando el final de su letra para animar a los paseantes, entre algunos tímidos aplausos, a sentarse en la terraza de la Taberna Madrid.
A partir de ese punto, los restaurantes españoles comienzan a multiplicarse como champiñones en los alrededores, principalmente en la pequeña calle Schneider Wibbel, hasta superar la quincena: Cala Mayor, La Copa, La Alegría, El Amigo, El Gitano, Flamenco, Las Tapas, Picasso, Santiago... Y un nombre, el mismo, se repite una y otra vez con cierto aire reverencial: Primo López.
El conocido en la prensa local como «el rey de España» en el Altstadt, dueño de una docena de restaurantes y otros locales, es gallego de Orense, de la localidad de Abavides. En 1968, según confiesa a EL MUNDO, llegó como emigrante a esta ciudad, una de las más ricas de Alemania aunque no lo parezca a simple vista y durante años trabajó lavando platos y como camarero en mil y una barras.
En 1980 se hizo con un antiguo restaurante italiano en bancarrota de la Schneider Wibell y lo convirtió en El Primo, su lanzadera hacia las estrellas de la variada cocina española a orillas del Rin. Desde entonces, sus locales se acumulan y con orgullo cuenta que prepara la apertura de un hotel en una suerte de castillo lejos del casco viejo, con un restaurante en su terraza.
A sus 51 años, a Primo López, que se define como «muy normal y muy español», se le puede ver fácilmente con su conocido bigote «echando una mano» en la cocina de sus restaurantes, junto a los que lavan los platos o incluso ayudando a transportar los productos que luego consumirán sus comensales. «Yo mismo conduzco muchas veces la furgoneta», admite en un tono campechano mientras cuenta que a sus hijos los tiene estudiando en una universidad de Madrid.
En el kilómetro cuadrado del Altstadt de Düsseldorf, sin duda, se sirve posiblemente la mejor comida española de toda Alemania, y la variada gastronomía de la piel de toro se reproduce fielmente en sus arroces, los pescados y carnes, por no hablar de las imprescindibles tapas, que pueden hacer saltar las lágrimas de cualquier estómago hispano que lleve tiempo en tierras germanas.
Pero en el casco viejo, donde sorprende que la mayor parte de los turistas sean alemanes, a los bien surtidos locales españoles y alemanes se suma una amplia selección de restaurantes italianos, griegos e incluso árabes que consolidan la imagen de ciudad de servicios que acompaña a este antiguo puerto de la Cuenca del Rhur.
Düsseldorf, antaño el escritorio de la Cuenca del Ruhr por albergar en su trazado la sede de la administración de la industria pesada y la minería, ha sabido transformarse hábilmente después de que en los años 70 y 80 las chimeneas y los altos hornos dejaran de echar humo. Al igual que Colonia, ciudad con la que guarda una eterna rivalidad, su centro fue prácticamente reducido a escombros durante la II Guerra Mundial.
Hoy, con un 20% de población extranjera y la tercera comunidad judía más importante de Alemania, Düsseldorf es sinónimo de comunicaciones, convirtiéndose en un centro neurálgico sede de más de 3.000 firmas internacionales. Más de 20 empresas proveedoras de internet se asientan en la ciudad, al igual que las principales compañías suministradoras de telefonía móvil. A todo ello hay que añadirle 400 agencias de publicidad y 130 compañías de seguros.
Pero nadie lo diría caminando por sus calles del centro histórico, estos días con 30 grados de temperatura y una humedad desesperante, y tomadas también por grupos tradicionales de cazadores, que con sus variados uniformes de corte militar y sus bandas de música seudocastrenses, acompañados de caballos, recorren todas las calles aledañas a la Markplatz y la Burgplatz provocando la sorpresa de los viandantes.«Ellos son los que están detrás de la gran Kermesse con norias y caballitos de la Festwiese», cuenta un camarero argentino en el restaurante español Cala Mayor. Al otro lado del río, la espectacular feria destaca entre los inmensos cargueros semihundidos en el agua que descienden hacia Rotterdam.
Y tras una visita por la Kunstsammlung Nordrhein-Westfalen, museo conocido simplemente como K20 y donde se puede admirar cerca de 90 obras de Paul Klee, antiguo director de la Academia de las Artes de la ciudad que dimitió de su cargo durante las purgas nazis de 1933, conviene encaminarse hacia una zona aledaña cuya particularidad convierte a la ciudad en un rara avis de Europa.
En los alrededores de la Immermannstrasse, partiendo desde la estación central de ferrocarriles, se asienta una de las mayores comunidades japonesas fuera de su país de origen. Tanto es así que la zona recibe el sobrenombre de Pequeña Tokio.
No sólo viven allí entre 6.000 y 8.000 japoneses, sino que las tiendas que surcan la calle están casi exclusivamente orientadas para ellos, desde librerías donde se pueden comprar las ediciones niponas de las grandes revistas internacionales de moda o las últimas novedades literarias y de cómic manga, hasta restaurantes, agencias de viajes, videoclubs (con películas sólo en esta lengua), tiendas de utillería de cocina, supermercados de productos del imperio del sol naciente, e incluso sucursales financieras como Bank of Tokyo Mitsubishi UFJ.En una papelería, una joven y apresurada Kiko nos explica el por qué de la existencia de esta comunidad japonesa: «Después de la guerra muchos vinieron a trabajar a la Cuenca del Ruhr. Y luego ya se quedaron». Junto a las numerosas tiendas, Düsseldorf también aloja la mayor escuela internacional nipona de Europa.
A la caída de la tarde, cuando el sol resulta menos asfixiante, nada mejor que dejar flotar la indispensable bicicleta alquilada por las orillas del río, con grandes extensiones de césped llenos de habitantes de la ciudad que se relajan dentro de sus bañadores.
Para los insaciables del consumo, siempre se puede acudir a la Königsalle (La avenida del rey), llamada popularmente Kö, donde a un lado las tiendas de grandes firmas y al otro las oficinas de los más poderosos bancos confirman que estamos en una urbe en la que, pese a su aparente tranquilidad, late una de las más ricas ciudades de Alemania en la que hasta la sofisticación tiene su lugar.
Odiseo.
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