Basel
“Si bajas del barco y metes el dedo en esta parte del río, estarás mojándolo en aguas internacionales. Si lo haces al sur del último puentede la ciudad, serán aguas territoriales suizas”. Desde la hamaca, Sabina, abogada de 34 años, suiza de segunda generación con un indiscutible aire italiano, remueve distraídamente su mojito, el rey de los cócteles en “Das Schiff” (el barco), mientras contempla desde la cubierta un espectáculo de una única sesión al día, la caída del sol. Acompañado por la suave música electrónica que se escucha en esta privilegiada terraza frente a un río Rin que ya perdió su aire montañoso y se ha hecho navegable, el sol bañado en colores naranjas y rojos y semioculto por unas lejanas nubes se marcha en el horizonte tras las bonitas casas suizas de la otra orilla, blancas y puntiagudas y con las persianas de madera de distintos tonos. A la izquierda, amenazadoras, las altas chimeneas de las industrias químicas y farmacéuticas de Basilea, el motor económico de la ciudad, y a las que cada día acuden atrabajar 30.000 alemanes y franceses de las vecinas fronteras. A la espalda, tras un breve montículo, centenares de enormes contenedores apilados junto a una gigantesca grúa. Es el puerto, el único de Suiza y la conexión fluvial con el Mar del Norte. Y a los pies, con un leve tono café con leche y una sorprendente fuerza, el río Rin, Rhein para los suizos de habla alemana, Rhin para los francófonos. El “invento”, “Das Schiff”, una embarcación reconvertida en terraza, discoteca, sala de conciertos, restaurante y sala de exposiciones, fue inaugurado en 2005 y es una de las puntas de lanza de la nueva Basilea lúdica y noctámbula que lucha en los últimos años por sacudirse la imagen de tranquilidad, fiabilidad y cierto aburrimiento que acompaña a casi todo lo suizo, dentro de una ciudad de casi 200.000 habitantes encajada entre Alemania y Francia y que ha logrado un perfecto equilibrio entre tradición y vanguardia. A la modalidad “terraza y música electrónica convistas al Rin” ya se han apuntado el “Capri bar”, en el propio puerto, el Veronica en el barrio de St. Alban, el más antiguo de Basilea, y el Cargo bar, bajo el céntrico puente de Johanniterbrücke. “No es el Támesis ni el Sena, es el Rin”, masculla en la hamaca vecina Erik, completamente hundido y con gafas de sol, embobado en el atardecer. “¿A que resulta curioso hasta para un español?”, pregunta sin respuesta. La paz de la cubierta se romperá a partir de las 23.00 horas con la actuación en directo, dos plantas más abajo, de una selección de D.J.´s llegados de Austria, entre ellos D Fab J y Mad B. Unos cuantos amantes infatigables del “dolce far niente” y el ruido moderado, sin embargo, mantendrán sus posiciones frente a la brisa que llega del Rin. Entre ellos, Sabina y Erik, con una segunda ronda de mojitos. Para llegar a esta alejada esquina del río hay que tomar uno de los puntuales tranvías verdes y amarillos del servicio de transporte público de Basilea, considerado de entre los mejores del mundo. En este caso, el número 8, desde la Markplatz de la Grossbassel (orilla sur), el centro neurálgico de laAltstadt (ciudad vieja), bajarse en la última parada en Kleinhüningen, en la Kleinbassel (norte) y aún caminar un buen trozo por calles limítrofes y un tanto sórdidas hasta toparse con el río. Pocos cientos de metros más allá ya es Alemania. Y si en el codo que forma el Rin a su paso por Basilea, uno se adentra en las calles de la Grossbassel, se repente se puede llegar a Francia. Dehecho el aeropuerto (a 5 kilómetros del centro) está en territorio de este país. Y en la ciudad podemos encontrar hasta tres estaciones de trenes, una que conecta con Suiza y otras dos con los ferrocarriles de los dos países vecinos. Es quizás esta particularidad la que da un aire cosmopolita y multicultural a los aborígenes de esta ciudad de mayoría protestante, en la que un camarero de la peatonal Steinenvorstadt –con terrazas para ver y dejarse ver- podrá tomar el pedido en un alemán con fuerte acento suizo, a lo que seguirá un suave “merci” en francés. La antigua y olvidada rivalidad entre las dos orillas aún se puede apreciar en el lado sur del Mittlere Rheinbrücke, el puente más antiguo sobre elRin, construido en 1225 y plagado como el resto de la ciudad de las consabidas banderas nacionales de la cruz blanca sobre fondo rojo. Sobresaliendo de uno de los edificios frente al río se observa un grifo policromado en piedra, el Lällekönig, que saca una gran lengua rosada hacia el otro lado. Como respuesta, durante el famoso carnaval de marzo, el “Fasnacht”, un grupo de máscaras del norte suele ejecutar en su lado del río el baile del “Vogel Gryff” (pájaro grifo), siempre dando la espalda al sur. Pero esta ciudad de 27,75 kilómetros cuadrados, y con un total de 40 museos, goza de la reputación de ser una de las ciudades culturales más importantes de Europa. No en vano en 1997 fue una de las más firmes candidatas a Capital Europea de la Cultura y cada año, en junio, alberga Art Basel, una de las principales ferias de arte del planeta. Así, en este verano, en medio de una inabarcable oferta, se podía ver hasta finales de julio una gran retrospectiva de Edvard Munch en la Fundación Beleyer, a las afueras de la ciudad, en una estación del tranvía 6 que lleva su propio nombre. Esta fundación ha tirado la casa por la ventana en 2007 con el pintor noruego para celebrar su décimo aniversario. En su edificio firmado por el arquitecto Renzo Piano, donde priman los árboles, el césped y el agua, su habitual colección de Cezanne, Gaugin, Matisse, Monet y Picasso ya suelen cortar la respiración. En el Kunstmuseum, el considerado primer museo de arte del mundo abierto al público, es inevitable pasar revista estos días a una selección de las primeras obras del norteamericano Jasper Johns, incluido su afamada “Diana con cuatro caras”, de 1955, que suele alojarse en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Y si lejos del centro la vanguardia arquitectónica lleva las firmas de Mario Botta, Alvaro Siza, Herzog & de Meuron, Zaha Hadid y Frank O. Ghery, la tradición tiene su centro neurálgico en la Marktplatz, donde cada mañana frente al ayuntamientose instala desde hace siglos un mercado de productos suizos. En su puesto, decorado con banderas de la Confederación Helvética y del cantón-ciudad deBasilea, Thomas nos da una explicación de por qué ya en las calles aledañas huele a queso. “Yo tengo aquí unas cien variedades”, señala con un acento imposible. En el mismo lugar se pueden contar hasta diez puestos donde se vende este producto. Incluso en las apacibles callejuelas de la Altstadt, dos tiendas aledañas de la Rheinsprungstrasse muestran este equilibrio entre modernidad y tradición. A la izquierda, el Scriptorium, donde en una tienda minúscula Andrea vende todo tipo de productos relacionados con la escritura con pluma, incluso una variedad de un millar de aves diferentes que pueden acabar adornando este instrumento. Y a la derecha, la Condomeria, donde la variedad de condones es indescriptible y sorprendente. Pero la gran sorpresa llega cuando desde la plaza de la Catedral, junto a grupos mixtos de suizos que juegan a la petanca y beben cerveza, se descubre en el río un insólito sistema para cruzarlo que persiste en la ciudad desde principios del siglo XIX. Mediante un cable tendido de lado a lado, una barca lo surca en apenas cinco minutos valiéndose de la fuerte corriente con un giro de 45 grados. En la barca, “Lev”, el patrón Paul, de cerca de dos metros,pelo y barba rubios, jersey rojo grueso y pantalón corto, explica que hay otras tres barcas en Basilea.“Siguen dando dinero”, sonríe.
Odiseo.
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