Lübeck
Nunca pensé que un día estaría ante todo un Nobel. Un premio Nobel de Literatura, nada más y nada menos. Y aunque parezca mentira, este navegante escéptico por naturaleza no otorgaba al encuentro muchas expectativas. Pero hete aquí que, iluminado con su autobiografía que ando leyendo en ese momento, se me presenta un personaje que cobra sentido. Y la idea equivocada y superficial se queda sin andamios, nada sustentada salvo por alguna obra cumbre que en su momento no me aportó nada y un hartazgo de su presencia durante el escándalo. Un escándalo que, por cierto, se diluye en sus propias palabras según avanzan los capítulos. “La prensa creía tener una bomba”, afirma en su amplio cobijo de Lübeck en un tono sosegado y lúcido que no le suponía. “Y no vio nada más”, sentencia. Y rodeados de dibujos y pequeñas esculturas, habla de aquellos extraños años y de cómo un joven de 17 años, un extra más en la comedia comunal de los horrores, se llegó a sentir orgulloso de un uniforme que vistió porque llamaron a su quinta, un año después de presentarse voluntario para tripular un submarino, sin éxito. Y habla de un país, que aún no puede digerir esos años, y que hasta hace unos meses no podía sentirse orgulloso de la procedencia que asegura su pasaporte. Y que un treintañero no es un crédulo pimpollo, y que por eso todo tiene sentido, su papel de cazador de pasados ocultos, y su recio martillo persiguiendo una moral de doble filo a lo largo de los años. Y por eso un itaqueño le rinde este breve homenaje y le confiesa hambre de leer sus libros. Porque nunca es tarde para encontrar algo bueno. Ni para confirmar algo malo.
Odiseo.
Odiseo.
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