Friday, April 06, 2007

Trokavec


En el barco que me conduce eternamente a Ítaca resuena el agónico Camarón de aquel París de 1987, el mismo que cierta diosa rubirroja del Guadalquivir reveló a mis oídos cuando nuestro ínclito Odiseo aterrizaba en el desconocido flamenco desde el jazz. Y mientras mis 13 neuronas insisten en evocar a la nívea Penélope en un lejano, muy lejano sur del norte, me viene a la memoria un gran momento surrealista que vivió este viajero infatigable hace un par de días. Tenía pensado hablar del parque de atracciones para hippies, poshippies y neohippies de ocasión de Christiania, allá en una esquina junto al río de nuestra preciosa y sosa (lo siento, María) Copenhague. Pero tengo un día tonto y prefiero echarme unas risas en el campo, en el muy honorable pueblo de 100 habitantes de Trokavec, en Chequia o República Checa, a unas cuatro horas y media de navegación briosa hasta Praga, y una hora más por carretera con el expresivo Mila I al volante, a una media de 170 kilómetros por hora. Te resumo, mi lector cada vez más inexistente: este villorrio de Bohemia Occidental donde a media mañana no se ve un alma por sus calles, se ha erigido en estandarte contra el escudo de misiles que, como quien no quiere la cosa, nos va a colocar el Tío Sam a los de la UE en tierras checas y polacas con la excusa de los malísimos iraníes cantamañanas y los ¿norcoreanos? Ni cortos ni perezosos, 71 de los 72 votantes de este lugar donde alguien perdió la boina decidieron montarse un referéndum que no vale un pimiento y decir un “no” sin comillas a la maquinaria de Washington, que ha convertido en alfombras enrollables a Kaszcynski & Kaszcynski y al checo Topolenko (creo recordar que se llama). Sigo. Tras departir con el señor alcalde (en la imagen superior), un simpático buenhombre con aspecto de tomar cerveza en un bar de carretera de Texas (EEUU), éste nos acompaña a dar una vuelta por el pueblo, que a la hora del te o a la que dejó de existir Sánchez Mejías tiene desplegado un ritmo frenético: tres tractores pasan en apenas unos minutos ante mí. Y es que hay más bestias de tres ruedas que utilitarios de cuatro en esta villa, reconoce el “primus inter paris” local en un alemán accesible. El citado momento surreal llega cuando uno de los tractores, cargado con un enorme depósit0 incoloro, accede al interior de una propiedad. Y allí se pone a descargar toneladas de mierda (los más sensibles, bitte, llamadlo estiércol líquido, por ejemplo) en un habitáculo subterráneo. En medio de un hedor inenarrable, un desquiciado perro metido en una gran jaula comienza a ladrar y a girar sobre sí mismo como una peonza durante lo que serán diez o quince minutos de reloj. La escena, no contenta con estos elementos descritos, introduce un cerdo inmenso (le echo 250 kilos, más o menos) con una melena que envidiaría Michael Jackson y que es guiado por la vara de su alegre dueña. “A estirar las piernas”, explica Mila II en un español domado en Cuba. La sonrosada ama lo acaba de decir en ese idioma llamado checo, y que suena a serbio, croata o montenegrino. “Dobridan”, como me enseñó la señorita Markovic. Finalmente, el cerdo trotando, el perro-peonza y el tractor perfumando un kilómetro cuadrado son demasiado incluso para tripulación tan aguerrida, que ahogando las risas inicia su retirada. Y tras llenar la andorga con infinidad de delicias checas, Mila I, alias “Schumacher”, a … kms./h. (siento la imprecisión, me preocupaba más mi estómago a punto de sucumbir en un mar de curvas) nos dejó de nuevo en mi barco minutos antes, muy pocos, de que zarpara.
Odiseo.
Posdata: Nos haría falta algún que otro Trokavec en el planeta.

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