Tuesday, April 17, 2007

Gleitschirmfliegen


Al frente el pueblo de Neuschwanstein, idílico con sus casitas de Heidi y su olor a vaca recién ordeñada. A la izquierda, el castillo de la Bella Durmiente de Walt Disney, con sus almenas y murallas en tamaño Exin-Castillos, obra de ese loco Luis II, un enamorado, según dice la Lonely-Planet, que es ley para estas cosas. Y bajo mis pies, unos 1.000 metros de caída libre entre manchas de nieve y montaña escarpada. Cuaderno de Bitácora, fecha estelar abril de 2007, en el punto del planeta con más calor ese día, lo dice el "Bild" a toda página: Baviera, hasta los 30 grados. No es el caso cuando uno, el ínclito Odiseo pongamos por caso, está en lo alto de una montaña, con Austria a la espalda, en algún lugar entre más montañas y más manchas de nieve perpetua, si el cambio climático lo permite. Mi cicerone para la ocasión, un agradable venezolano del que no pude procesar su nombre, no para de preguntarme si estoy nervioso. Y enfundado en mi traje de bautizo en el noble arte del Parapente, llamado Gleitschirm o Paragleit por estas tierras, lleno de cremalleras y bolsillos, con un casco que no pararía el trompazo desde una bicileta BH infantil con dos ruedecitas a los lados, digo la verdad: no. Y reconozco que la situación es como para que al mortal más aguerrido se le pongan por corbata. Pero es lo que tiene haber muerto ya una vez, que cada minuto se disfruta con la máxima tranquilidad. Además, esto no es menos peligroso que el cerco de Troya, y allí las víboras lanzaban dentelladas terribles a diestro y siniestro. Y de repente, un último vistazo a mi entrañable 1,78 bávaro, que daría todas sus células envenenadas por ocupar mi puesto, y como en un chiste de segunda mano, un itaqueño y un venezolano, a la de ¡ya!, amarrados a un pedazo de tela y muchas, demasiadas cuerdas, comienzan a correr hacia la nada. Un metro antes del The End, algo nos frena, una sacudida hacia atrás y ¡ya está!, flotando mecidos por un delicioso viento levemente frío y sentados en una especie de sillita de bebé. Mientras se relajan mis manos, aseteo a preguntas a mi Maestro Joda de los Vientos y noto que alguna parte de mi cerebro no puede creerlo. A 2.000 metros de altura, con un latinoamericano “ermitaño”, según se autodefine, que pesa un tercio más que yo, la cerveza –"deliciosa"-, confiesa, y sólo soportados ambos por un trapo que maneja el caraqueño mediante dos hilos anudados a sus manos, uno para subir y bajar, y otro más para girar. Me invade una sensación total, un subidón de adrenalina equiparable -a distancia- a ciertos polvos, y de esos he tenido la suerte de tener alguno que otro en los dos últimos años. El cielo está lleno de gente en parapente, ala delta y una suerte de avioncitos sin motor de largas alas. El primo Jürg, el del acento imposible, a unos 40 metros algo más arriba, saluda alzando las piernas en su cestita de niño. “Algunos sufren un ataque de pánico”, cuenta mi gondolero venezolano. La bajada, explica, dura unos 20 minutos, “a veces me ha tocado tener que estar hablándoles y tranquilizándoles mientras se derrumbaban”. A dos millares de metros en dirección al sol. Toca bajar, y llega el “momento espirales”, una especie de trompos hacia un lado y el otro que ponen a prueba la manzana que he comido hace media hora. Pero cuando el cuerpo se acostumbra, es como una montaña rusa hecha de aire. Las cabañas se hacen cada vez más grandes, dentro de su pequeñez. Y de repente el suelo, de nuevo, viejo amigo.
Odiseo.

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