Deutsche Telekom
Peor que perder la libreta de notas, o que te birlen el bolso o la cartera, o incluso que la usuaria o usuario de tus temporales entrañas te mande a freír espárragos, por ejemplo trigueros. Se trata de generar un poco de angustia, así que... ¿qué tal olvidar en un parque, por ejemplo el Tiergarten, el teléfono móvil? Con todos sus números que jamás pasaste al entrañable y duradero papel. Y una vez que ya tenemos el vello como escarpia en ataque de pánico, y la dosis justa de angustia, he constatado en una encuesta imaginaria con un índice de error imperceptible que lo peor que te puede ocurrir en Berlín es cruzarte con... Deutsche Telekom. ¡Ah! Uno viene de las Españas prefederales y allí piensa que con la madre Telefónica todo es posible. No ineludible lector, doy la razón a quienes afirman que siempre es posible un par de dígitos negativos más. Doy fe; confesadas mis cuitas cada vez con más risas entre la canalla de los 1.000 caracteres, y lo dice un gran canalla, constato que todo el mundo tiene una historia que contar sobre esa bendita compañía que nos ha hecho llorar a justos y pecadores como cuando mataban a la madre de Bambi. Menudo sofocón. Hasta tal punto que caes en la cuenta de que siempre podía haber sido peor, e incluso sonríes al recordar que has ganado fama de pupas electrónico en el ignorante y peligroso Más Allá. Llegué a esta mi nueva ciudad en medio de una diabólica carambola del destino que unió a un par de virus troyanos en mi cubículo imperial de Reinhardtstrasse, a Deutsche Bank y a Deutsche Telekom, todos a la par y con alevosía. De la noche a la mañana mis cuentas desaparecieron, mi Torre en Kreuzberg no tenía teléfono y en mi despacho olímpico dos birrias de bytes mal encadenados me la tenían jurada. A estos últimos los anduve cazando un par de meses, hasta que les volé la cabeza en un despiste. Una semana más me costó el genocidio de toda su descendencia. A ambos los he guardado cual trofeo, disecados. Pero a lo que iba. Alguno creerá ingenuamente que es la Puerta de Brandemburgo el lugar que más he visitado en Berlín. No. Las cervecerías. No. El Deutsche Punkt de DT (abreviaremos, lo he de citar bastante aún) de la Friedrichstrasse. Diana. En los tres meses mal contados que pululo por estas calles la media es de dos veces a la semana, cuando no tres. Y me los conozco a todos quienes allí trabajan, primero hablando en la lengua del imperio, luego en el suahili local. A tus pies, Christine, una alegría estética en rubio casi blanco. Todos ellos consumados toreros con muy creíbles capotazos dilatadores. Un mes y medio tardé en tener Anschlus, y en otro mes más, Internet. Apasionantes estas lides. De repente, oh divinos dioses, a DT se le ocurre cambiar su sistema de internet y resulta que he debido recibir unas nuevas claves de acceso para mi cosmódromo. No. Adiós ciberespacio laboral. Y las claves no me las da la dulce y sonriente Christine, ni el desagradable de Tomas. Cinco semanas la misma cantinela. Se las enviaremos, las claves, por correo ordinario. La segunda o tercera compañía de telecomunicaciones de Europa, por carta. Y no las tienen en el ordenador. No. Cinco veces siete. Una de las cuales semanas viví entre nacionalistas en Hungría y la otra en un cibercafé de Hasenheidestrasse, un capuccino por favor, por qué si odio los capuccinos. Y otro. Y unos cuantos en siete días. Hasta los baudios de canela, he aquí que obtengo la libertad condicional en forma de ADSL en mi Torre. Tres semanas sin despacho, tres semanas trabajando en pantuflas. He de confesar que pensé en poner una bomba, al menos fétida, en el D-Punkt de las narices. Y ahora, casi cuatro meses más tarde todo funciona, técnico de a 50 euros mediante en el despacho cuadrangular. Estoy por rezar al dios que esté de oferta para que esto continúe durante al menos un mes. Tranquilo. Normal. Por qué me has abandonado, padre Zeus. Valga de ejemplo devoto. Odiseo |