Hoy, Vázquez Montalbán de pacotilla, hablaré de alguna manera de comida. Nunca pensé acabar formando parte, cual Kennedy de medio pelo, de este heterogéneo Berlín. No te llames a errores, no me refiero a profundidad alguna. Hablo de una ciudad llena de gente, y como miembro de ese curioso género, en algún punto había de encontrar una doblez olvidada por la que colarme y cumplir mi objetivo, ser un berlinés más. Durante unos instantes, poco más, que me queda muy bien en el cerebro mi tatuaje de ninguna parte y estoy mayor para afincarme. El caso es que fue por sorpresa. De repente me vi comiendo una salchicha con mostaza dulce en el vagón del metro, de pie, entre Merihngdam strasse y Herman platz, ante una señora volcada a su vez sobre una bandeja de aluminio repleta de una ensalada muy bonita, como deben ser las ensaladas, y más tratándose de un mitnehmen, mit más nehmen, nehmen más mit, jodido y lógico idioma... Take away. Para llevar... Fue una de las cosas que más me llamó la atención al aterrizar en la ciudad, en mi Este, siempre hay gente comiendo por todas partes, mires donde mires. Y cómo no, en el metro, aquí llamado U-Bahn. Aquí unos amigos. Y también están liados a mordiscos con algo, muchas veces una bradwurst, otras un kebab, y no pocos una pirámide de lechuga aplastada y empaquetada, normalmente mezclada con salsa francesa, que viste más. Pero ojo, no se trata sólo de la hora de la comida. No, no, lamento la confusión. Se desayuna, se “branchea” (término que desarrollaré otro día), se almuerza, se come, se merienda y se cena. Y no sé si por ese orden. Las primeras veces sonreí, luego me acostumbré aunque juré por la Constelación de Andrómeda, por invocar algo sólido, que yo nunca lo haría. Ah, amiga, crasa equivocación. Un buen día, que no me dio tiempo a comer, como tantos, pobres mis animalitos intestinales, he aquí que me vi adquiriendo la susodicha salchicha con mostaza dulce, insisto, mucho más buena que la otra, y engulléndola camino a casa. Oye, como si lo hubiera practicado toda la vida, una destreza, un déjà vue muy suelto. Aquí tendría que hablar del vendedor de salchichas, un tipo muy curioso, o quizás un tipo que sujeta un ingenio muy curioso. Quizás no pegue, pero vuelvo a decir que la historia la cuento yo, así que pegará. El caso es que el individuo en cuestión sujeta por los hombros y la cintura un ingenio aerodinámico muy aparatoso, pero que no da la impresión al curioso de que pese realmente. He cruzado por su esquina en horas de la mañana diferentes y el campeón naranja, pues de ese color es la parafernalia, incluidos la camisa y la gorra de béisbol de nuestro personaje, allí sigue impertérrito. Como aquello fueran 200 gramos de nada. Y vuelta y vuelta a los cilindros de carne, un euro, deliciosos y baratos. Olvidémonos del escándalo de la carne podrida del verano en esta esquina de Europa. Hasta me comería otro. Otro euro. Así pues, ich bin berliner, que dijo el de las primeras líneas de arriba en los sesenta. Al menos en lo de comer caminando y esquivando bicicletas. Pero esas máquinas, venerado lector, merece capítulo aparte, uno largo. Y aquí doy por concluido mi anecdotario comentado de hoy, en el que nuestro héroe se sintió berlinés durante un momento, el que tardó en comerse ese pedazo de la Alemania porcina aderezado con mostaza dulce o susse senf, con errata involuntaria incluida. Odiseo |