Sunday, October 29, 2006

Linz

Estar frente a la cuarta mujer más sexy del planeta Tierra y sólo hace una semana no saber ni de su existencia debería arrastrarme ante el pelotón de ejecución, o al menos a la picadora de carne. El “McGyver” de la informática que resulta ser –dicen los papeles- mi hermano pequeño ya me ha conminado a que le recuerde que me debe un sonoro muestrario de bofetadas en todas direcciones por elemento antisocial y cretino XXL. Más madera para mis queridas víboras, que Alá las confunda allá a lo lejos. Bueno, en todo caso hasta las Navidades, mi desembarco frugal en la piel de Toro, queda más de un mes. Y el señor ése con el que compartí litera tantos años –él en el piso de abajo, la edad es un grado- también disfruta de mi espléndida memoria de pez de colores para las grandes nimiedades. Vamos, vuelta y vuelta a la pecera. Así que, presumo, olvidará en breve mi desliz cognitivo respecto a esa famosísima pedazo de mujer con la que me toca lidiar, dialéctica y exclusivamente, advierto. en esta cafetería pseudoburguesa de la verde y tranquila Linz, en Austria, Österreich para los aborígenes. Diría que es el primer personaje realmente famoso que me toca interrogar con una grabadora como testigo impertinente. Por cierto, género que aborrezco profundamente. Lo demás han sido personajes de medio pelo, incluidos los Rumasa de turno y ministros preferentemente de tierras del Mashrek y aledaños. Pero bueno, no acometo esta Odisea de bolsillo para hablar de mí, así que vista al frente. Los famosos, una raza aparte. Muchas veces no soporto toparme con alguien conocido por la calle y que me diga algo, y menos aguantaría que cada John Smith de este Universo se creyera con el derecho a echarme una parrafada por haberme visto en la caja tonta. Sí, evidentemente mi máxima admiración a los famosos. Luego están los “famosos”, así, con comillas, bien por ser segunda o tercera generación de viejas glorias o bien por haber sido pillado “in fraganti”, la prensa rosa avisada convenientemente, refrotándose en algún hotelito quieroynopuedo de la costa con algún miembro de la división anterior de “famosos”, incluso con los famosos desposeídos de estos entrañables símbolos tipográficos. Pero no, esta escultural máquina de darle a la pelota, que no de encestarla, es de las “sin comillas”. No creo que ser la número tres o cuatro en el ránking de la cosa esta se lo hayan regalado. Quizás deba agradecer a su absorbente orografía el ganar cerca de 25 millones de dólares (21 kilos de euros, 6.500 de forints húngaros, la hostia se mire como se mire) posando como modelo o diseñando bolsos y pendientes. Pero, improbable lector, si no dejara para el arrastre a sus oponentes en el cuadrilátero aquel dividido por una red dudo mucho que le pagaran tanto por lucir relojes, coches o teléfonos móviles (“handy” por estas tierras de Dios). Así que, otra vez, mis mayores respetos. Además es simpática y se ríe de una de esas maneras que te alegran el día. Pero ahora llega la confesión y cierre. Inciertos amigos, he cruzado dos países para estos diez minutos de gloria y resurrección. Mas yo no voté en esas encuestas sobre la mujer más sexy, hoy me siento un poco cansado y aún tardaré veinte horas en entrar por la puerta de mi casa gracias a las estupendas combinaciones aéreas logradas por internet. Ergo, mi cuerpo y mi espíritu, amén de mis 23 neuronas mal contadas, no tienen el nivel requerido para disfrutar el momento estéticamente. Así que decidí perderme entre sus sueños de pequeñoburguesa de revés poderoso y alegría desbordante.Odiseo.

Tuesday, October 17, 2006

Die Fahradfahrerin

Dispongo de tres opciones. La primera leer hasta que me derrote el sueño, la segunda idiotizarme ante das Fernsehen, aquí la televisión de toda la vida, que algo caerá en medio de tantos canales en el mismo maldito idioma –mis respetos a Thomas Bernhard-, y la tercera echar un vistazo a derecha e izquierda por si viene alguna bicicleta. Podría haber una cuarta, pero desgraciadamente no. Así que, lo dicho, hemos revisado a proa y poa, a estribor y babor, a todos lados para aclarar. Porque, amigo lector, de cualquier sitio puede salir una bicicleta de esta ciudad. Y si pisas un a veces indistinguible carril-bici sin darte cuenta te ganarás un timbrazo, a cada cual más airado. Es una auténtica amenaza en toda regla. Vale, acepto la ecología y todos las vainas que nos llevamos a las neuronas para acallar nuestra mala conciencia que quieras, pero es que caminar por una acera, por algunas, puede convertirse en una auténtica carrera de obstáculos en ésta mi capital. Dos entre dos, uno. Y si a ese uno, la mitad de la acera reservada al peatón suicida, le quitas un porcentaje de terrazas, muestrario a la puerta, carteles y bestiarios indefinidos, la vida del caminante puede verse envuelta en un sinvivir. Vale que exagero, a mí también me gustan las bicicletas, pero cuando el río suena es que se acerca una fahrrad, congélate, ni un paso. Puede que en el último momento decida un volantazo hacia el mismo lado que tú habías elegido por no quedarte quieto como te dijo tu madre que hicieras en casos similares. La Friesdrischstrasse es un ejemplo caramelo de todo esta endeble argumentación de medianoche. Y no digas que no tienes bicicleta. “Es que acabo de llegar y me voy haciendo”. Porque no eres cool, que es lo contrario a ser una moneda de 5 pesetas, un duro, o un cacharro de 128 megas. Y hasta aquí los peros... Para la siguiente bocanada, una pizca de ambiente a película francesa de los sesenta, de aquellas que costaba entender qué diablos quería decir el director, pero que te dejaba un aire como más maduro durante unas pocas horas. En ocasiones salía una joven en bicicleta, con una gracia y una serenidad que dejaban bocabierta alguna parte del cuerpo, y no me refiero a las subprofundas, ya que aquéllas fámulas solían ser delgadas, aunque con perfil. Pues ésa es la misma sensación que transmiten las rotundas berlinesas cuando cabalgan sobre sus biciclos. Y es algo, lo confieso, levemente turbador. Estoy convencido de que no pensaría lo mismo si las viera en la misma condición de gravedad que la mía, pie a tierra. Pero allí arriba, bien vale a veces un cigarro a la intemperie simplemente para alegrarte el día de forma tan modesta y barata. Repito, allí los solidos tobillos al viento ganan enteros, al igual que los retazos de pierna entre remolinos de falda. El rostro al viento, con un arranque de sonrisa de lejana evocación davinciana. ¿O es un juego de mi imaginación? Obvio que elijo mi versión, aunque habrá quien dude de mis neuronas, o que me acuse de no haberme fijado en que todo tipo de gente va en bicicleta en Berlín. Le acompaño en el sentimiento. Pero me quedo con mis berlinesas en bicicleta, “monalisas” al menos en éste mi editado recuerdo. El resto es la jodida realidad, que a decir verdad se parece mucho a lo expuesto líneas más arriba. Una de cal y otra de arena.

Odiseo

Saturday, October 14, 2006

Tiergarten

Ágape en el Tiergarten, en cierta embajada aledaña y fastuosa, con banderas rojigualda y azul europeo circundado de astros amarillos. La cita patria, a la que curiosamente estoy invitado junto al jamón loncheado de paquete y el tinto de Rioja de oferta, me permite una pequeña reflexión de tercera regional preferente. La patria, advierto para aviso de navegantes, no me incomoda en el pasaporte siempre que no me zarandeen ésta o sus santificados partidarios. La verdad es que iba a hablar de bicicletas, pero una anécdota de gran intrascendencia desvía mi atención. Así, entre policías nacionales de gala, generales alemanes con un traje azul muy poco marcial –desde aquí una propuesta, un cambio de color en las telas castrenses, algo más agerrido y elegante, al menos para esta suerte de cuchipandas-, diplomáticos de salón y empresarios de ocasión y bolsillo raudo, ya sea en castellano o en alemán, todo amenizado por las habituales rubias estupendas y veteranas cuyo “savoir faire” milenario y de largas piernas, enfundado en tela negra y largo escote, salvan cualquier astío estético. No amigos, la susodicha no es un personaje de película. Existe. Un homenaje para ellas. Que también pueden ser morenas o llamarse Ramón, o Helmut... Pero retrocedamos unas cuantas líneas. Siempre me resulta chocante cuando algún adulto me presenta a “su novio” o a “su novia”. Lo siento, no lo puedo evitar. Es una expresión muy usada, pero que a mis treintaitantos cumpleaños jamás he empleado respecto a nadie, y menos en una presentación. He buscado una lectura filosófica al asunto y creo que no van por ahí los tiros. Un humano cualquiera, yo mismo por poner un ejemplo tangible, puede amar a otro ser de la misma especia como cualquier otro hijo de vecino. Y mostrarlo públicamente sin requerimiento de “habeas corpus”. Es una expresión que me repele, sin más, pero hasta diría que es algo encauzado hacia la aversión morfológica, gramaticalmente hablando. Quizás afecte a mi incomodidad hacia los sentidos de la propiedad personales, incluso si estos son consentidos. No me gusta, y ya está. Y además, me dejó frío conocer esa tarde a “mi novio” de alguien a quien me presentaron pocos segundos antes. Y que diez minutos después habría de resultar una agradable sorpresa. Siempre me da por pensar, y suelo acertar con una sonrisa, que alguien ya talludito alza en el aire una suerte de cinturón de castidad imaginario cuando me habla de “mi novio”, presente o ausente. Y no había lugar para ello esta vez. Ya me sucedió hace meses con aquélla atractiva profesora de este infernal idioma, creo que fue la segunda o tercera que me soltó, y en español, que tenía un novio latinoamericano (olvidé los detalles). Tampoco era el caso. Y también esa vez me dio por pensar en ello, lo confieso. A los hombres deberían incluirnos en el kit viático inicial un manual de instrucciones de cómo funcionan las mujeres. O mejor, uno que incluya a mujeres y hombres, sería muy útil y las opciones de felicidad se incrementarían notablemente, estoy seguro. Pero bueno, los salones se vacían ya en el recuerdo de esa tarde, las bandejas ya pasan cada vez más espaciadas y resulta cruento renovar el contenido de mi copa de vino blanco, peligroso en tríos, y ya llevo varias parejas. Los plumillas presentes y acreditados hemos cenado y visto las caras y pies cojeantes. Los diplomáticos han quedado para verse dentro de unos días, y los negociantes han cerrado algún que otro acuerdo ventajoso. Las rubias, por su parte, han lucido palmito y renovado votos. Toca regresar al redil.

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Berlín I

Hoy, Vázquez Montalbán de pacotilla, hablaré de alguna manera de comida. Nunca pensé acabar formando parte, cual Kennedy de medio pelo, de este heterogéneo Berlín. No te llames a errores, no me refiero a profundidad alguna. Hablo de una ciudad llena de gente, y como miembro de ese curioso género, en algún punto había de encontrar una doblez olvidada por la que colarme y cumplir mi objetivo, ser un berlinés más. Durante unos instantes, poco más, que me queda muy bien en el cerebro mi tatuaje de ninguna parte y estoy mayor para afincarme. El caso es que fue por sorpresa. De repente me vi comiendo una salchicha con mostaza dulce en el vagón del metro, de pie, entre Merihngdam strasse y Herman platz, ante una señora volcada a su vez sobre una bandeja de aluminio repleta de una ensalada muy bonita, como deben ser las ensaladas, y más tratándose de un mitnehmen, mit más nehmen, nehmen más mit, jodido y lógico idioma... Take away. Para llevar... Fue una de las cosas que más me llamó la atención al aterrizar en la ciudad, en mi Este, siempre hay gente comiendo por todas partes, mires donde mires. Y cómo no, en el metro, aquí llamado U-Bahn. Aquí unos amigos. Y también están liados a mordiscos con algo, muchas veces una bradwurst, otras un kebab, y no pocos una pirámide de lechuga aplastada y empaquetada, normalmente mezclada con salsa francesa, que viste más. Pero ojo, no se trata sólo de la hora de la comida. No, no, lamento la confusión. Se desayuna, se “branchea” (término que desarrollaré otro día), se almuerza, se come, se merienda y se cena. Y no sé si por ese orden. Las primeras veces sonreí, luego me acostumbré aunque juré por la Constelación de Andrómeda, por invocar algo sólido, que yo nunca lo haría. Ah, amiga, crasa equivocación. Un buen día, que no me dio tiempo a comer, como tantos, pobres mis animalitos intestinales, he aquí que me vi adquiriendo la susodicha salchicha con mostaza dulce, insisto, mucho más buena que la otra, y engulléndola camino a casa. Oye, como si lo hubiera practicado toda la vida, una destreza, un déjà vue muy suelto. Aquí tendría que hablar del vendedor de salchichas, un tipo muy curioso, o quizás un tipo que sujeta un ingenio muy curioso. Quizás no pegue, pero vuelvo a decir que la historia la cuento yo, así que pegará. El caso es que el individuo en cuestión sujeta por los hombros y la cintura un ingenio aerodinámico muy aparatoso, pero que no da la impresión al curioso de que pese realmente. He cruzado por su esquina en horas de la mañana diferentes y el campeón naranja, pues de ese color es la parafernalia, incluidos la camisa y la gorra de béisbol de nuestro personaje, allí sigue impertérrito. Como aquello fueran 200 gramos de nada. Y vuelta y vuelta a los cilindros de carne, un euro, deliciosos y baratos. Olvidémonos del escándalo de la carne podrida del verano en esta esquina de Europa. Hasta me comería otro. Otro euro. Así pues, ich bin berliner, que dijo el de las primeras líneas de arriba en los sesenta. Al menos en lo de comer caminando y esquivando bicicletas. Pero esas máquinas, venerado lector, merece capítulo aparte, uno largo. Y aquí doy por concluido mi anecdotario comentado de hoy, en el que nuestro héroe se sintió berlinés durante un momento, el que tardó en comerse ese pedazo de la Alemania porcina aderezado con mostaza dulce o susse senf, con errata involuntaria incluida.

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Budapest I







Esto va a arrancar como una novela de Barbara Cartland: “El otro día me emocioné...”. Sí, el otro día me emocioné en un McDonald´s. Percibo tu resquemor, hipotético lector, pero uno no elige los sitios en los que deba emocionarse, y esta primitiva sensación tampoco es que nade en la abundancia en aquestos días que navegamos. Diría a veces que estamos curados de todo espanto a fuerza de Onceseses y Oncesemes servidos en prime-time y sin azúcar. Bien, a lo que íbamos, fue en Budapest (esta apreciación, aguardo, le dote al asunto de cierto elemento exótico que haga olvidar, si acaso sofocar, que el escenario era un humilde McDonald´s), la última noche. A mi regreso de un largo paseo por la orilla del Danubio, por el lado de Pest, que me permitió contemplar el otro lado, Buda, aires de Sevilla cuando miras desde el puente de Triana a la anochecida. A lo que iba, a quien suscribe estas lineas ya desde tierras berlinesas se le amotinaron los jugos gástricos reclamando nuevas víctimas. Tenía hambre, en resumen y de un modo más directo y breve. A mediodía me es indiferente, pero por las noches eso de sentarme sólo en un restaurante me empieza a cargar. Así, sometí a mi reblandecido cerebro a una operación de opciones, y ganó la “C”, es decir, un McDonald´s. Descarto revelarte las opciones “A” y “B”, ya te compondrás una imagen. Así que entro en materia, que podría empezar a aburrir tu atención, y no estamos para tales excesos. Hete aquí que tenemos a nuestro protagonista, yo, sobre todo porque la historia la cuento yo, devorando una ensalada César con su pollo hidrofosilizado (adjetivo intercambiable por cualquiera de la misma familia, aviso) y su lechuga en láminas del mismo tamaño y grosor, pero que esa salsa tan buena salva del naufragio gastronómico junto a una cocacola XXL. De la hamburguesa, ni una palabra, o todas. Y llegados a este punto, me emocioné de alguna manera. Frente a mi, una parejita joven, de unos quince o dieciséis años. El no para de hablar, salvo cuando requiere unas cuantas frases sazonadas de sonrisas y aprobaciones por parte de ella. Se nota que están a gusto. No les oigo apenas, esta manía de la música de fondo a un volumen molesto vence al más pintado. Pero aunque les oyera, hablan en húngaro, que me es menos familiar que el euskara, pero al que ante mis entendederas pertenece, al igual que el ottro, a la santa hermanad de los santos geroglíficos idiomáticos. Decía, repito, que se veían a gusto, hasta juraría por san Tiburcio que se gustaban. Y el detalle que lo hacía aún más interesante o emocionante para mí incidía en que él... era ciego. Mientras hablaba –debían ser interesantes sus palabras, ella le seguía, y él parecía inteligente- a ratos buscaba con la boca, torpemente, la pajita que quedaba a su alcance, y con la mano rebuscaba en el cesto de las patatas fritas en busca de esa pasta sospechosa y frita en regulares palitos que, joder, hasta confesaría que estan buenas recién hechas. Ella, odio confesarlo, no era precisamente Nicole Kidman, por compararlo con una evidencia internacional. El, tampoco era George Clooney, pero salvo por su extraña manera de mirar, era resultón. Pero se gustaban, estaban cómodos hablando. Y de repente me dio por pensar en que están a gusto porque pueden mostrarse tal y como son, porque el problema de cada uno no tiene importancia para el otro en la percepción del uno. Ésta puede ser una argumentación idílica, lo sé bien. Pero es la que me gustó, y además la historia la cuento yo porque viví ese momento modelado a ratos por mi imaginación. Estoy seguro. Pero ese día, ese momento, fue de esos que te reconcilian un rato con la vida. Un ratito nomás

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