Tuesday, October 17, 2006

Die Fahradfahrerin

Dispongo de tres opciones. La primera leer hasta que me derrote el sueño, la segunda idiotizarme ante das Fernsehen, aquí la televisión de toda la vida, que algo caerá en medio de tantos canales en el mismo maldito idioma –mis respetos a Thomas Bernhard-, y la tercera echar un vistazo a derecha e izquierda por si viene alguna bicicleta. Podría haber una cuarta, pero desgraciadamente no. Así que, lo dicho, hemos revisado a proa y poa, a estribor y babor, a todos lados para aclarar. Porque, amigo lector, de cualquier sitio puede salir una bicicleta de esta ciudad. Y si pisas un a veces indistinguible carril-bici sin darte cuenta te ganarás un timbrazo, a cada cual más airado. Es una auténtica amenaza en toda regla. Vale, acepto la ecología y todos las vainas que nos llevamos a las neuronas para acallar nuestra mala conciencia que quieras, pero es que caminar por una acera, por algunas, puede convertirse en una auténtica carrera de obstáculos en ésta mi capital. Dos entre dos, uno. Y si a ese uno, la mitad de la acera reservada al peatón suicida, le quitas un porcentaje de terrazas, muestrario a la puerta, carteles y bestiarios indefinidos, la vida del caminante puede verse envuelta en un sinvivir. Vale que exagero, a mí también me gustan las bicicletas, pero cuando el río suena es que se acerca una fahrrad, congélate, ni un paso. Puede que en el último momento decida un volantazo hacia el mismo lado que tú habías elegido por no quedarte quieto como te dijo tu madre que hicieras en casos similares. La Friesdrischstrasse es un ejemplo caramelo de todo esta endeble argumentación de medianoche. Y no digas que no tienes bicicleta. “Es que acabo de llegar y me voy haciendo”. Porque no eres cool, que es lo contrario a ser una moneda de 5 pesetas, un duro, o un cacharro de 128 megas. Y hasta aquí los peros... Para la siguiente bocanada, una pizca de ambiente a película francesa de los sesenta, de aquellas que costaba entender qué diablos quería decir el director, pero que te dejaba un aire como más maduro durante unas pocas horas. En ocasiones salía una joven en bicicleta, con una gracia y una serenidad que dejaban bocabierta alguna parte del cuerpo, y no me refiero a las subprofundas, ya que aquéllas fámulas solían ser delgadas, aunque con perfil. Pues ésa es la misma sensación que transmiten las rotundas berlinesas cuando cabalgan sobre sus biciclos. Y es algo, lo confieso, levemente turbador. Estoy convencido de que no pensaría lo mismo si las viera en la misma condición de gravedad que la mía, pie a tierra. Pero allí arriba, bien vale a veces un cigarro a la intemperie simplemente para alegrarte el día de forma tan modesta y barata. Repito, allí los solidos tobillos al viento ganan enteros, al igual que los retazos de pierna entre remolinos de falda. El rostro al viento, con un arranque de sonrisa de lejana evocación davinciana. ¿O es un juego de mi imaginación? Obvio que elijo mi versión, aunque habrá quien dude de mis neuronas, o que me acuse de no haberme fijado en que todo tipo de gente va en bicicleta en Berlín. Le acompaño en el sentimiento. Pero me quedo con mis berlinesas en bicicleta, “monalisas” al menos en éste mi editado recuerdo. El resto es la jodida realidad, que a decir verdad se parece mucho a lo expuesto líneas más arriba. Una de cal y otra de arena.

Odiseo

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