Saturday, October 14, 2006

Budapest I







Esto va a arrancar como una novela de Barbara Cartland: “El otro día me emocioné...”. Sí, el otro día me emocioné en un McDonald´s. Percibo tu resquemor, hipotético lector, pero uno no elige los sitios en los que deba emocionarse, y esta primitiva sensación tampoco es que nade en la abundancia en aquestos días que navegamos. Diría a veces que estamos curados de todo espanto a fuerza de Onceseses y Oncesemes servidos en prime-time y sin azúcar. Bien, a lo que íbamos, fue en Budapest (esta apreciación, aguardo, le dote al asunto de cierto elemento exótico que haga olvidar, si acaso sofocar, que el escenario era un humilde McDonald´s), la última noche. A mi regreso de un largo paseo por la orilla del Danubio, por el lado de Pest, que me permitió contemplar el otro lado, Buda, aires de Sevilla cuando miras desde el puente de Triana a la anochecida. A lo que iba, a quien suscribe estas lineas ya desde tierras berlinesas se le amotinaron los jugos gástricos reclamando nuevas víctimas. Tenía hambre, en resumen y de un modo más directo y breve. A mediodía me es indiferente, pero por las noches eso de sentarme sólo en un restaurante me empieza a cargar. Así, sometí a mi reblandecido cerebro a una operación de opciones, y ganó la “C”, es decir, un McDonald´s. Descarto revelarte las opciones “A” y “B”, ya te compondrás una imagen. Así que entro en materia, que podría empezar a aburrir tu atención, y no estamos para tales excesos. Hete aquí que tenemos a nuestro protagonista, yo, sobre todo porque la historia la cuento yo, devorando una ensalada César con su pollo hidrofosilizado (adjetivo intercambiable por cualquiera de la misma familia, aviso) y su lechuga en láminas del mismo tamaño y grosor, pero que esa salsa tan buena salva del naufragio gastronómico junto a una cocacola XXL. De la hamburguesa, ni una palabra, o todas. Y llegados a este punto, me emocioné de alguna manera. Frente a mi, una parejita joven, de unos quince o dieciséis años. El no para de hablar, salvo cuando requiere unas cuantas frases sazonadas de sonrisas y aprobaciones por parte de ella. Se nota que están a gusto. No les oigo apenas, esta manía de la música de fondo a un volumen molesto vence al más pintado. Pero aunque les oyera, hablan en húngaro, que me es menos familiar que el euskara, pero al que ante mis entendederas pertenece, al igual que el ottro, a la santa hermanad de los santos geroglíficos idiomáticos. Decía, repito, que se veían a gusto, hasta juraría por san Tiburcio que se gustaban. Y el detalle que lo hacía aún más interesante o emocionante para mí incidía en que él... era ciego. Mientras hablaba –debían ser interesantes sus palabras, ella le seguía, y él parecía inteligente- a ratos buscaba con la boca, torpemente, la pajita que quedaba a su alcance, y con la mano rebuscaba en el cesto de las patatas fritas en busca de esa pasta sospechosa y frita en regulares palitos que, joder, hasta confesaría que estan buenas recién hechas. Ella, odio confesarlo, no era precisamente Nicole Kidman, por compararlo con una evidencia internacional. El, tampoco era George Clooney, pero salvo por su extraña manera de mirar, era resultón. Pero se gustaban, estaban cómodos hablando. Y de repente me dio por pensar en que están a gusto porque pueden mostrarse tal y como son, porque el problema de cada uno no tiene importancia para el otro en la percepción del uno. Ésta puede ser una argumentación idílica, lo sé bien. Pero es la que me gustó, y además la historia la cuento yo porque viví ese momento modelado a ratos por mi imaginación. Estoy seguro. Pero ese día, ese momento, fue de esos que te reconcilian un rato con la vida. Un ratito nomás

Odiseo

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