Saturday, January 27, 2007

Mitrovice (Kosovo)


El odio es un sentimiento, terrible, que nació con el ser humano ya que no cabe imaginar a un puercoespín odiando a otro puercoespín, ni a una gacela a otra, siquiera un par de hormigas entre ellas. Seguro que alguno me pilla en un renuncio con algún lindo bichito, me arriesgo a ello. Quizá el mono, lo sé, pero no deja de estar un peldaño por debajo del animalito humano, en la misma escalera. Por ello, no puntúa. Así que amigo lector, el odio debieron empezar a repartirlo en el kit inaugural desde los tiempos de Adán y Eva, milenio más milenio menos. Eso según la parafernalia cristiana y las aledañas. Según las cuentas de los que saben de huesos, con diploma sellado en la pared, la cosa debió empezar hace cosa de 2, 5 millones de años. En todo este tiempo el odio ha centrado la evolución de la especie, y quién no haya deseado en algún momento estampar un helado en la cara de otro, que tire la primera piedra. En otro lado del mismo abanico, al extremo opuesto, sangre y muerte. Personalmente, hacía mucho tiempo que no sentía el odio en el cogote, he tenido suerte, ya hace meses que pude escapar de cierto nido de víboras y transmutarme en un berlinés, aun de pacotilla. Y lo noté, el odio, hace unos días en Mitrovice, al norte de Kosovo. Ciudad partida en dos por el río Ibar (en la imagen, uno de los puentes, el principal) y, cómo no, por el odio. Uno ancestral y profundo que se autoalimenta desde hace siglos. Y lo peor que le puede pasar a uno que baja en un taxi serbio desde Belgrado, seis y siete horas, es entrar con dicho taxi serbio –“es la primera vez que vengo”, afirma el conducto pálido- por la parte sur de la ciudad, la albanesa. Un policía de la ONU que se había despistado por un momento solventa la situación tras una pequeña carrera. “¿Pero qué diablos hacen ustedes aquí?”. Las miradas de odio continúan su camino con la compra del día ellas y una suerte de fez de andar por casa a la cabeza ellos. Horas después Zvezdan, un amigo que echa una mano, serbio, no podrá parar de reír. Y yo con él, sin realmente haber visto un peligro real, y pesa más el recuerdo de un adolescente palestino con un rifle automático “Carl Gustav” apuntando a la cabeza, allá a mediados de los 90 en Gaza. Como pesa la palabra “serbio” en la conciencia del europeo medio. Muy horribles fueron esos 90 en los balcanes, sin duda,. Vukovar y Srebrenica en la memoria. Por eso Marina se ríe en Belgrado al verme sostener una copa de interesante vino montenegrino y defender que la UE va a acelerar el ingreso de Serbia. Pesimismo, está en los genes de un serbio. E Iván, el que se ha aprendido frases en español de culebrón latinoamericano (la TV serbia está plagada de ellos), ataca el doble rasero de la UE desde posiciones muy proeuropeístas y entre frases al estilo “Mi amól, tu ya no me quieres, y Fennando no es tu hijo”. Los interlocutores masculinos, en Mitrovice Norte, en diferentes días, pero siempre en el mítico café Dolce Vita, a pocos metros del puente principal que protegen tropas de Naciones Unidas. Es curioso, quizás sólo remarcable. Ninguno de los adultos serbios con los que he hablado en estos días, kosovares o no, me ha hablado con odio y sí con cierta humildad y reconocimiento del horror. Para empaparme de él tuvo que ser una votante kosovar recién llegada a los 18 la que me lo ofreció, odio mezclado con miedo, “tengo miedo de darme la vuelta si hay uno de ellos, porque me puede clavar un cuchillo”. Ya ocurrió, antes y después de 1999, y un atentado con bomba en el Dolce Vita, nueve heridos. Los horrores campan por ambos lados, igual que el contrabando de todo tipo, y el odio no se pesa, pero es sofocante. No me gustaría estar en la piel de Ahtisaari.
Odiseo.